La búsqueda de la Quinta Brigada Nacional en un campo de exterminio llamado Veracruz
Para Miguel Ángel y Juan Carlos Trujillo Herrera el norte de Veracruz guarda una gran deuda con ellos. En 2011, sus hermanos Gustavo y Luis Armando y dos familiares más fueron detenidos en un retén policíaco en Poza Rica. La teoría de Miguel es que los intervinieron porque eran cuatro hombres en un Jetta con placas de Michoacán y vidrios polarizados. Miguel señala que, después de la desaparición de sus hermanos, consiguió la localización de sus teléfonos y sus últimas ubicaciones coincidieron con el sitio que era la base de operaciones de la Policía Intermunicipal Poza Rica-Tihuatlán-Coatzintla; también descubriría, con el tiempo, que el auto donde viajaban sus hermanos acabó en un deshuesadero propiedad de Gregorio Gómez, dueño de Autopartes Gómez y expresidente de Tihuatlán, municipio donde está “La Gallera”
30/03/2020 10:30 p.m.
Para Miguel Ángel y Juan Carlos Trujillo Herrera el norte de Veracruz guarda una gran deuda con ellos. En 2011, sus hermanos Gustavo y Luis Armando y dos familiares más fueron detenidos en un retén policíaco en Poza Rica. La teoría de Miguel es que los intervinieron porque eran cuatro hombres en un Jetta con placas de Michoacán y vidrios polarizados. Miguel señala que, después de la desaparición de sus hermanos, consiguió la localización de sus teléfonos y sus últimas ubicaciones coincidieron con el sitio que era la base de operaciones de la Policía Intermunicipal Poza Rica-Tihuatlán-Coatzintla; también descubriría, con el tiempo, que el auto donde viajaban sus hermanos acabó en un deshuesadero propiedad de Gregorio Gómez, dueño de Autopartes Gómez y expresidente de Tihuatlán, municipio donde está “La Gallera”.
Es la tercera vez que la Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas trabaja en Veracruz. Sus dos primeras ediciones, en 2016, fueron en Amatlán de los Reyes y Paso del Macho, cerca de Córdoba y Orizaba, en la zona centro del estado. Después, en 2017, se fueron hasta Sinaloa y en 2019 visitaron Guerrero.
Los hermanos Trujillo y su madre, María Herrera Magdaleno, organizan la Brigada Nacional de Búsqueda que convoca a colectivos de la Red de Enlaces Nacionales. Desde la primera vez que salieron a campo postergaron su búsqueda personal en el norte de Veracruz por ayudar en otras zonas donde también abundaba la muerte. Finalmente, del 10 al 21 de febrero de 2020 abrirían la tierra de esa región, entre campos petroleros, ranchos ganaderos y naranjales.
La Brigada se congrega en la Casa de la Iglesia, propiedad de la Diócesis de Papantla que servirá como refugio durante las próximas dos semanas. Cuatro edificios de ladrillo rojo se levantan a lo largo de un camino que asciende por una colina. Parece un hotel campestre: los cuartos con puertas y marcos de madera se distinguen por un número de habitación, aunque no son suficientes para poco más de 200 personas, entre buscadores de 70 colectivos del país, voluntarios solidarios u observadores de Derechos Humanos.
Las recámaras tienen dos camas individuales y un baño privado con agua caliente. Terminarán acomodándose en tercias o hasta cuatro por cuarto, turnándose la cama con una colchoneta en el suelo. En el caso de los hombres que no alcanzaran habitación, se acomodarán en el piso de una galera a la que, de broma, nombraron “las barracas”. También hay cuartos de baño con regaderas comunitarias, aunque tienen la desventaja de sólo tener agua fría y durante las mañanas o noches en Papantla, para esta época, el clima puede llegar a ser bastante fresco como para resultar incómodo.
En la base de la colina, a la izquierda, se abre una gran explanada con arcotecho, que suele fungir como espacio para congresos religiosos. En este contexto sirve de estacionamiento para los vehículos que distribuirán a las buscadoras —la mayoría son mujeres— a diferentes puntos según su eje de búsqueda.
Pasan de las 7 de la mañana y la Casa de la Iglesia hierve de actividad. La noche previa los coordinadores avisaron a los reporteros que acompañaríamos a la Brigada que no podríamos ir a campo por las complicaciones del terreno, así que la mayoría decidió seguir a los que acudirían al parque Benito Juárez, en Poza Rica.
Edgar Escamilla, reportero regional, y yo llegamos temprano. Mientras observamos el ajetreo del primer día, hablamos con Maricel Torres, dirigente del colectivo María Herrera. Sólo si hay espacio en los transportes designados a campo, podremos ir.
—¡Búsqueda en vida! ¡Búsqueda en vida! ¡Ya casi se van!
Dos camionetas Nissan Urvan van tan atiborradas que parecen transporte público del Estado de México en hora pico. Se habilita una camioneta doble cabina con batea: los asientos pronto se ocupan y sólo queda espacio atrás. Juan Carlos Trujillo nos autoriza ir y nos acomodamos ahí. Hay cuatro mujeres a nuestro alrededor: de espaldas a la tapa trasera de la batea están Rosalba, de Baja California Sur, y Tranquilina, de Guerrero; frente a ella está Angélica, de Baja California Norte y amiga de Rosalba, y a su lado va una joven observadora de Derechos Humanos de la Ciudad de México; de espaldas al medallón nos encogemos Edgar y yo.
—¡Adiós! ¡Que les vaya bien! ¡Suerte! —nos desean y respondemos agitando la mano.
Nuestro lugar en la caravana es el cuatro. Adelante van las camionetas de pasajeros y otra de batea; atrás, vehículos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, de la Fiscalía General de la República (FGR) con los binomios caninos, de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas y patrullas de la Policía Federal.
Rosalba Ibarra Rojas, una mujer muy alta y de aspecto fuerte, viste de negro completamente y en su camisa destacan su nombre a la altura del corazón, la imagen en relieve de un perro pastor y un pico y una pala cruzados sobre el brazo derecho. Rompe el hielo en la batea compartida por seis.
—La gente ha de estar ‘paniqueada’ con todo esto —dice con marcado acento norteño mientras observamos los rostros extrañados de las personas desde sus viviendas o las aceras cuando nos abrimos paso en convoy por la calle principal de Papantla, ciudad famosa por ser la cuna mundial de la vainilla. En el camino me explicaría Edgar que el lugar es conocido como “la ciudad que perfuma al mundo” porque hace varias décadas las calles de verdad olían a vainilla debido a que en las banquetas se ponía a secar la vaina; ahora ya no, casi toda la producción se da Madagascar.
Tras cruzar Poza Rica, a 30 kilómetros al norte de Papantla, tomamos la carretera hacia la izquierda y poco después un letrero nos anuncia que abandonamos Veracruz e ingresamos al estado de Puebla. Angélica y Rosalba hablan de las condiciones particulares de la búsqueda en Baja California Norte y Sur: la falta de registros oficiales, la mínima visibilización de los casos, la explosión en el número de desapariciones en poblaciones pequeñas y la estrategia de enterrar personas en los cimientos de construcciones o bajo pisos de cemento. Ellas dominan la conversación en la que Tranquilina apenas participa: va más bien atenta al camino, con los ojos escudriñando el horizonte.
A la altura de la villa Lázaro Cárdenas, conocida como “La Uno”, entramos por el centro.
—Mira al ‘halcón’ grabando —advierte Tranquilina y observamos a un chico con el celular apuntando a la fila de vehículos.
Bajamos el cerro por un camino serpenteado hasta cruzar un angosto puente sobre las aguas puras del río San Marcos, la división natural entre Puebla y Veracruz. Un motociclista que nos topamos también parece grabarnos discretamente con el teléfono. Más adelante hay un letrero con el nombre de la comunidad que atravesaremos: El Paso, municipio de Coyutla, Veracruz. La mayoría de las casas tienen las puertas cerradas y las fachadas acumulan el polvo del camino.
Si tardamos en cruzar los 700 metros desde la primera casa del poblado hasta donde nos desviamos a la derecha es porque se trata de un accidentado camino de tierra y piedras de río, que nos sacuden desde nuestros apretados espacios.
Después de la clínica quedan las últimas casas de El Paso y nos despide una, como al menos otras ocho, con el logotipo del PRI pintado en la pared, el partido de Fidel Herrera y Javier Duarte, los que gobernaron Veracruz cuando estallaron las desapariciones y fosas.
Por casi tres kilómetros el camino se recorre en silencio. El único ruido viene del ronroneo de los motores y las piedras que crujen. La maleza se hace más tupida en los flancos de la vereda en la que apenas cabe un vehículo. Pasamos un vado seco y tres portones para ganado; en el último, una de las Urvan no puede cruzar y la gente tiene que bajarse, mientras catorce vacas se acercan curiosas.
—Compañeros, se agarran fuerte por favor —advierte el conductor mientras nos acomodamos en envidiables posiciones de yoga y luego sentimos un golpe seco en la espalda.
—Pues gasolina sí tenían los malandros —apunta Rosalba con ironía— y buena camioneta, también.
A donde vamos, hace un año localizaron el cuerpo de un joven desaparecido de “La Uno” y la avanzada descubrió que quedaron huesos y pensaron que podría haber de más personas. Finalmente, tres horas después de salir de Papantla, un cerro se levanta frente a nosotros y paramos con el Sol a nuestra izquierda. Los vehículos dan vuelta para quedar en posición de salida, como medida de seguridad.
Apenas bajan las buscadoras, Mario Vergara da instrucciones y toman pico, pala, varilla, barreta o rastrillo para incursionar entre la maleza que huele a recién cortada por los machetazos de quienes ya abren camino. Para ser un cerro a mitad de la ‘nada’, resulta extraño que haya una vereda interna más o menos definida. También sorprende que la señal de celular sea buena: incluso, en 2013, el auto de Google Maps pasó por aquí, pues hay vista de calle; por siete años apenas se ha transformado, a excepción por el secreto que guarda el cerro.
Ocho policías federales cuidan la retaguardia de la fila. Paramos cuando lo indican los de la Brigada Humanitaria Marabunta, observadores de Derechos Humanos a cargo de la logística. A Edgar y a mí nos piden esperar a que las familiares estudien los fragmentos ebúrneos y manchados de tierra que la avanzada ubicó ayer en lo que parece un cauce: un pedazo de cráneo, algunas vértebras junto a un calcetín, una costilla, un cúbito y un pedazo de mandíbula con algunas piezas dentales. También hallaron un casquillo, pero se perdió en las pisadas.
Todo arriba de nuestras cabezas lo cubre un techo natural, de ahí la frescura. Esto también causa que la tierra negra permanezca húmeda y fértil hasta parecer una selva: entre los árboles de troncos delgados llueven lianas, algunas con espinas, y otras se atoran en el suelo. Abrir bien los ojos, para no tropezar y para encontrar huesos, es fundamental.
Mario pide que se acerquen para que, quienes nunca han visto restos humanos, sepan cómo lucen. Despacio, pasan en pares o tercias y luego se van a rastrillar el terreno cuidadosamente como si fueran a sembrar, aunque en realidad sería para desenterrar. Con herramientas, palos o manos retiran la capa superior de la tierra con la esperanza de descubrir algo que lleve a la identificación de una persona.
—¿Hacia dónde quiero que busquemos? —grita Mario Vergara.
—¡A todos lados!
Desde adentro no parece que estamos en un cerro, aunque sí es algo notable por la inclinación del terreno. Subir se vuelve pesado en algún punto y agarrarse de las lianas puede ser traicionero. Si no hubiese un camino, sería fácil perderse.
—Podemos estar arriba de los huesos. Tenemos que mover todas las hojas —sugiere Mario Vergara.
Como ya es mediodía, las buscadoras se apuran a revisar el suelo antes de que se vaya la tarde. Carmen Hernández Yáñez se concentra en el suelo bajo la hojarasca. Ahí podría estar su hijo, Víctor Manuel Hernández Hernández, quien tendría ahora 35 años. Desapareció en 2015 en Lázaro Cárdenas “La Uno”, cuando lo fueron a buscar a su casa por la noche, salió y jamás regresó. Su madre ha tenido que combinar las búsquedas con atender su negocio local, una carnicería de res. Es la segunda vez en 4 meses que sale a campo en Veracruz. Cuenta que se siente más veracruzana que poblana porque pertenece al colectivo María Herrera de Poza Rica. También sabe que a los que se llevaban de “La Uno” solían traerlos a Veracruz y viceversa. A pesar de lo que ha leído en las noticias sobre cómo han encontrado cuerpos en descomposición, tiene la esperanza de que su hijo viva.
Carmen refiere que el lugar donde estamos es conocido como “Las Palmas”. Hasta cuando nos vayamos, conforme nos alejemos del cerro, descubriré que se llama así porque, entre toda la vegetación, crecen algunas palmeras por encima del techo verde. También con esta referencia notaremos lo alto que escalamos.
—¡Hey, arriba! —se escuchan gritos que piden que suba el binomio canino.
El aire está impregnado de ajo por una planta llamada ajillo, que no identificamos, pero percibimos. El cómo una cosa, planta o un alimento adquiere un nuevo significado me pasaría al menos dos veces durante la Brigada. Nunca volveré a pensar igual sobre el ajillo: lo que era un estilo de preparar alimentos, me recordará siempre al aire picante que interfería con la búsqueda.
Mientras subimos la colina resbalosa se incorporan tres elementos de la Agencia de Investigación Criminal de la PGR. Encontramos una especie de hueco, como si el suelo hubiera sido removido hace tiempo. La posibilidad de una fosa se traslada a la varilla para su confirmación. Después de enterrarla en el suelo llega Sibani, un perro pinto entrenado, de los dos que vienen para detectar restos humanos. Negativo. Una mujer dice que seguirá escarbando porque tiene una corazonada y que el ajillo podría haber afectado el olfato del animal.
Más abajo espera Montserrat Castillo, una de las organizadoras. Busca a todos y a nadie en particular: no es la única que acompaña a la Brigada como integrante solidaria de la Red de Enlaces Nacionales, aunque no tenga un familiar desaparecido. Su primer acercamiento fue hace ocho años durante el Movimiento por la Paz del poeta Javier Sicilia y se unió a la Brigada cuando conoció a los Trujillo, así que ha estado en todas las búsquedas nacionales, desde Amatlán hasta Poza Rica. Montserrat pareciera estar en todas partes al mismo tiempo: después descubriríamos que tiene una gemela, aunque ambas son tan enérgicas que llegaríamos a pensar que en realidad eran trillizas.
Su colaboración es similar a la de Rosalba, sinaloense que reside en Baja California. Estilista y madre de dos, fundó en 2019 el colectivo de búsqueda “San José, rastreadores de la Baja”. Relata que no tenía familiares desaparecidos, aunque después de casi un año de activismo, uno de sus amigos desapareció. También ha sido intimidada por sus acciones. A pesar de la dureza de su labor, Rosalba dice orgullosa que sus hijos entienden lo que hace. Cuenta que en Navidad su hija de ocho años escribió una carta, pero como no le entendió a su letra le pidió que se la leyera:
—Querido Santa, no quiero juguetes ni regalos, sólo te pido que ayudes a mi mamá a encontrar a todos los desaparecidos —escribió su niña.
Mientras la Fiscalía General de la República monta un cordón para recoger los pedazos de hueso, dan la 1 de la tarde y se sirve el almuerzo: tamales de carne con verduras y sueros de sabores. Los electrolitos sirven para hidratarse sin tener que ir tantas veces a orinar. Esto último es difícil para las mujeres, que somos mayoría: tendremos que ir en grupo hasta una parte alejada del camino y meternos entre el monte.
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Después de comer un poco, Ana Karen Bautista Santiago se concentra en un pedazo de terreno sin explorar. Supo que su hijo estaba desaparecido porque le hablaron para advertirle que no llegó a casa. Tras investigar, se enteraría que la Fuerza Civil intervino el 17 de enero de 2016 al joven que trabajaba en un Chedraui de Poza Rica. Aunque se unió apenas hace dos meses al colectivo “Unidos por amor a nuestros desaparecidos”, ha hecho seis búsquedas independientes para encontrar a José David.
A unos metros de Ana, Reina Barrera García se sienta atrás de la cinta amarilla a observar el trabajo de los peritos enfundados en trajes blancos. A sus 71 años sube y baja del cerro buscando al séptimo y más pequeño de sus hijos.
—Yo siempre lo cuento a él —lamenta Reina, Reinita, como le dicen de cariño en la Brigada.
La foto laminada de Luis Javier Hernández Barrera, desaparecido en Poza Rica el 20 de noviembre de 2011, cuelga del cuello de su madre. El peso de su desaparición ha recaído sobre ella, quien le busca, sufre y llora. Reina nació en Tuxpan, al norte de Poza Rica, pero se mudó a Reynosa con una de sus hijas. Cuando otra de las hermanas de Luis le avisó que no lo encontraban, las dos rompieron a llorar por teléfono; luego decidió abandonar su tratamiento médico y volver a Veracruz para buscar a su hijo.
—La gente me dice que andaba en cosas malas —cuenta la mujer que se aferra a una mochila raída en la que carga sus medicinas, su teléfono y unas plantas que le gustaron por cómo echan flores. Ella no lo cree del todo. Argumenta que Luis Javier trabajaba de albañil y no vivía con grandes lujos, sino más bien con carencias.
Aunado a la criminalización, se enfrentó a la burocracia de la desaparición en Veracruz: la Fiscalía no tenía conocimiento porque la pareja de su hijo no denunció. Finalmente ella lo hizo y le tomaron muestras de ADN. Como en muchos otros casos, lo que averiguó fue por investigaciones personales, no por las autoridades. Supo que su hijo habría sido amenazado en un campo deportivo por otro sujeto, al parecer, relacionado con su nuera.
Reina se dice incomprendida por su familia, pero en los colectivos ha encontrado consuelo, ahí donde se organizan mujeres que buscan hijos, hermanos, padres, sobrinos o amigos, casi siempre sin el apoyo de sus familiares cercanos.
Sus botas negras de piel ya están peladas porque no están hechas para andar en la tierra, sino para salir a pasear. Ella las usará todos los días del resto del tiempo que dure la Brigada, porque es lo que trae. Sin embargo, lo único que no le pueden quitar es la esperanza de hallar a su hijo, como fuere, porque para ella:
Hasta lo más alto del cerro que puede subir la Brigada, se encuentra Marité Kinijara. Se muestra disgustada porque no hubo oración ni bendición antes de iniciar la búsqueda. Es la primera Brigada Nacional en la que participa y trae puesta una camisa blanca con la foto impresa de su hermano Fernando, desaparecido el 11 de agosto de 2015 en Empalme, Sonora.
—No, es moho, ya lo olimos —le contesta a otra mujer que piensa que hay troncos quemados.
Cuando sucedió lo de su hermano, buscó a Mario Vergara y en dos meses armaron el colectivo “Guerreras buscadoras de Sonora”, dividido en siete municipios para la búsqueda de más de 800 desaparecidos. Como lo ha dicho Mario, coincide en que Veracruz se distingue por su humedad y que eso dificulta las tareas.
La caída de la tarde preocupa. Maricel Torres revisa una zona baja con otro grupo que cava y pica la tierra al azar. Pronto el terreno se oscurece bajo la maleza que de por sí no dejaba pasar mucha luz. Con el Sol se van las energías y esperanzas de encontrar algo más que restos olvidados irresponsablemente por la Fiscalía de Veracruz en un levantamiento de hace un año.
Los miembros de la Brigada emergen del cerro y descansan en sus faldas. Maricel y otras mujeres preparan sándwiches de atún y los ofrecen mano en mano. De repente, quién sabe de dónde, aparecen unas Coca-Colas de dos litros y medio y todos festejamos y nos servimos lo equivalente a unos tragos, para que alcance.
Entonces Marité se sienta a mi lado en el suelo y empieza a cantar una canción que le compuso un reo de la cárcel de Guaymas, Rogelio Fernández, con información que obtenía de la radio o periódicos.
La herramienta se queda tirada a la entrada del túnel de árboles que conduce a donde se quedarán trabajando los peritos de la Fiscalía hasta que recojan el último hueso. Una de las coordinadoras de la Brigada les pide que se agrupen para grabar un vídeo de agradecimiento porque rebasaron la meta de 150 mil pesos en la página de donadora.org. Al final, juntarían 198 mil 555 pesos.
Hace un llamado el padre Luis Orlando Pérez, jesuita colaborador del área de Educación en el Centro Prodh, quien los acompaña activamente en campo. En círculo, tomados de las manos, agradecen a Dios por la jornada de búsqueda y piden por la paz de las personas asesinadas y por que sean encontrados por sus familiares. Cuando acaba el Padre Nuestro, Reina se desencaja.
Marité, Yadira, Maricel, dos brigadistas de Marabunta y una mujer de Enlaces Nacionales corren a abrazarla y comienzan a brincar a su alrededor para animarla. Reina seca sus lágrimas mientras sonríe y después posa con ellas con una expresión melancólica.
El camino de vuelta es sereno. Los paisajes en esa zona de Veracruz, sobre todo al atardecer, parecen de postal. Resulta contradictorio que en lugares tan hermosos sucedieran estos horrores. Quiero imaginar que el grupo de búsqueda en realidad es uno de excursionistas que rentan camionetas para ir todo el día a conocer alguna zona arqueológica perdida entre la selva, cargados de repelente, comida y sueros, y que al final del día se reúnen para volver a su hotel; me gustaría que fuera así, pero no lo es: aunque el ánimo es fuerte, no hay nada de agradable o divertido en lo que fueron a hacer en realidad. Entonces el golpe del aire fresco de la carretera me trae de vuelta a la batea donde voy doblada y un letrero nos recuerda que estamos en Veracruz.
Dijeron que hoy iríamos a un río cerca de donde estuvimos ayer. Recordamos las aguas diáfanas que atravesamos para ir a El Paso, así que hay emoción por la posibilidad de un chapuzón refrescante, pues les pidieron a las buscadoras que lleven short y chanclas.
El desayuno se sirve a las 7 de la mañana en el comedor ubicado en la planta baja de un edificio en la cima de la colina, junto a la capilla y una virgen blanca. Es bastante amplio como para congregar a toda la Brigada. La gente hace fila para servirse café en tazas de plástico, tomar un plato de comida y un pan dulce; luego se acomodan en mesas largas donde caben ocho o diez.
La dinámica es similar al lunes. Cada persona se anota en la lista de acuerdo con su eje de búsqueda (en vida, campo, iglesias, escuelas o forense) y toma el vehículo correspondiente. A la salida a campo se suma un camión de pasajeros. Me acomodo en la batea de una camioneta en la que vamos cinco hombres y tres mujeres, así que nos entumimos rápido. Con nosotros va Reinita porque no quiso irse en el camión. Se entretiene descarapelando sus botas; cuando ríe, muestra la boca desdentada y al quedarse seria sus labios permanecen torcidos en una mueca permanente y curvada abajo y a la izquierda.
Quienes platican sobre sus experiencias lo hacen con entusiasmo; pareciera que es un estilo de vida y a veces da la impresión de que ya no se imaginan una vida más allá de las búsquedas.
<a data-flickr-embed="true" data-footer="true" href="https://www.flickr.com/photos/diariopresencia/albums/72157713773052416" title="Segundo día de búsquedas"><img src="https://live.staticflickr.com/65535/49740779623_9db13b4906_b.jpg" width="100%" height="500" alt="Segundo día de búsquedas"/></a>
A las 11 de la mañana, después de que se perdiera un camión y nos quedáramos sin gasolina, apenas entramos a Poza Rica. El convoy para en una tienda de conveniencia. El Marabunta de nuestra unidad pide que no bajemos para no sembrar desorden, pero cuando ve a sus propios compañeros correr hacia la tienda, cambia de opinión. Los refrescos salen por montón de los enfriadores y se forma una fila de gente con gorras y mochilas; parecemos exploradores. El azúcar nos mantiene despiertos: antes de eso, otro chico y yo cabeceábamos en la batea. Durante el trayecto, cambiar de posiciones es primordial para no perder la sensibilidad en las piernas.
Volvemos por casi toda la ruta de ayer, pero en lugar de desviarnos hacia la clínica de El Paso, seguimos de frente por el camino principal. Aquí hay más movimiento que rumbo a “Las Palmas” e incluso vemos negocios como la lonchería de “Doña Mini”. Palmerales, árboles secos, naranjales y maizales alternan la vista. Viramos a la izquierda de un terreno con gente pizcando tomatillo y por fin paramos frente a un rancho cuando casi es la 1 de la tarde.
Mario Vergara anuncia que les dijeron que en este terreno habrían enterrado a una mujer y que más adelante, junto a un río, tiraron bolsas con restos. Esta información la obtuvo la avanzada, que recorrió días antes los poblados tratando de ganarse la confianza de la gente para que les contaran si sabían dónde tiraban cuerpos o enterraban personas o a dónde se llevaban a los desaparecidos. El problema es que, muchas veces, la información no está verificada o no hay exactitud sobre dónde buscar. Sólo es una pista que seguir.
Las buscadoras se dividen entre las que se quedan a varillar el terreno y las que traen chanclas y se van al afluente a 800 metros y que prácticamente es el río Cazones, el mismo que cruza Poza Rica.
En el camino hacia el río, Yessenia Ramírez, de Coatzacoalcos, al sur del estado, y quien tiene desaparecido a su papá, se queja de dolor en la mano porque tocó una planta que le provocó una reacción alérgica. A pesar de la hinchazón llega con el grupo hasta la orilla.
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El riesgo de ayer eran las serpientes, como la nauyaca que, nos enteraríamos apenas, liberó Miguel Barrera, el dirigente de la Brigada Marabunta. La fauna de hoy es más variada: además de serpientes, también debemos cuidarnos de mosquitos y arañas, más las plantas que dan picazón.
Las chanclas no servirán de nada porque el río está azolvado por la caída de dos árboles que provocaron el estancamiento del agua. Además del mal olor, el fondo está fangoso. Marité, con la misma camisa de ayer con la foto de su hermano Fernando, le resta importancia y se mete en sandalias. La sigue Tranquilina, un hombre y una mujer buscadores, Miguel y otros dos Marabuntas.
—Estar en la Brigada es construir la paz. Estar en el fango es construir la paz —canta Marité rítmicamente con el agua hasta los muslos.
Desde adentro retiran ramas y cortan el tronco caído para cerciorarse de que, si hubiera bolsas, no estén atoradas entre las raíces. Después de casi dos horas, la corriente vuelve a fluir, pero no hallan más que unos sacos con arena, la suela y el forro de un zapato de mujer y un pedazo de tela junto al río.
Cerca del afluente, Angélica Ramírez, de Baja California, me cuenta que divide su tiempo entre atender dos estéticas y ser voluntaria solidaria, pues no tiene familiares desaparecidos, aunque, como a Rosalba, después de volverse activista vivió la desaparición de una amiga.
Más allá del brazo de agua, Herlinda Baltazar Santiago mira unos costales con desconfianza; por experiencia sabe de la estrategia de sepultar personas en el río Cazones amarrándoles piedras. Un Marabunta la tranquiliza diciéndole que son costales de arena, no de cemento.
Quizá su hermano esté por ahí… o no. A Armando Baltazar lo secuestraron en su casa el 17 de septiembre de 2015, cuando tenía 48 años. El padre de los hermanos Baltazar era dueño de 24 hectáreas de terreno en Poza Rica y, tras donar 3 al municipio para construir una escuela, pudo lotificar 12 y venderlas, explica Herlinda. Por eso asegura que su padre sí pudo haber pagado los 300 mil pesos que le exigieron de rescate, pero él no quiso porque consideró que de todas formas lo asesinarían.
—Vieja pendeja, si no entregas el dinero jamás volverán a ver a Armando —escuchó su cuñada en una llamada telefónica en la que, como en muchos otros casos de secuestro en Poza Rica desde que Fidel Herrera fue gobernador, amenazaban con la desaparición en caso de que no hubiera pago.
También sospecha de uno de sus nueve hermanos. Cree que el dinero y la ambición fue la causa del secuestro de Armando, que regresó a Poza Rica para ayudar en los negocios de su padre. Ella, que vive en Tantoyuca, un poco al norte, le insistía en lo que no viniera.
Herlinda utiliza su pensión como profesora jubilada de primaria para costear la búsqueda de su hermano: pone su camioneta y le paga a un señor que le ayuda a manejar y a hacer trabajo de campo en las búsquedas con el colectivo María Herrera, porque su esposo es diabético y no puede apoyarla y el resto de su familia no la comprende.
Son casi las 3:30 de la tarde y por fin llega la comida: tamales, como los del lunes. Los paquetes de diez sándwiches de atún se quedaron en el otro punto. Reparten agua y unas naranjas. Herlinda se sienta. No le importa que las piernas varicosas queden encima de excrementos de caballo.
A pesar del calor y el hambre, hay formas de mantener el ánimo. Tranquilina, empapada del cuello a los pies, persigue a otras para darles un abrazo y mojarlas. En estos días está en boga el tema de la rifa del avión presidencial, así que se permiten fantasear y mencionan que si Marabunta se ganara el avión, le pegarían con cinta adhesiva “Buscando nos encontramos”.
—Vamos a seguirle porque ya estamos delirando.
Un grupo de reporteros y yo decidimos volver al primer sitio y la Guardia Nacional nos da aventón.
Al terreno se entra sin permiso de los dueños, confesaría después Mario Vergara, porque la solicitud retrasaría las búsquedas. El predio de unos 50 metros cuadrados se divide en cuatro con un cordel. Buscan la osamenta de una mujer o al menos esa fue la información que les proporcionaron en la avanzada.
<a data-flickr-embed="true" data-footer="true" href="https://www.flickr.com/photos/diariopresencia/albums/72157713774826482" title="Fin de la segunda jornada"><img src="https://live.staticflickr.com/65535/49740832853_0c78e496bd_b.jpg" width="100%" height="683" alt="Fin de la segunda jornada"/></a>
En el cuadrante superior izquierdo un hombre mayor cava y varillea. Primero intenta con una línea de hierro chica y luego con una grande. El señor, que se llama Marcos Contreras Román y viene de Córdoba, Veracruz, trabaja junto con Lilian Sage, canadiense que dice pasar la mitad del año trabajando en Vancouver y el resto en la Ciudad de México, desde donde parte a voluntariados en el país.
Cuando sacan la varilla y es un punto negativo, huele a hierro o a tierra mojada; lo comprobamos varios a quienes nos piden prestado el sentido del olfato para descartar un punto. Cuando es positivo, apesta a putrefacción.
Hoy los resultados son negativos. Ni en el terreno ni en el río se encontró algo de lo que le informaron a la avanzada. Pero apenas es el segundo día. El ánimo se mantiene.
–Párate, se te van a subir las garrapatas.
Durante el desayuno del tercer día de búsqueda en campo, el tema que domina el ambiente del comedor es el de las mordeduras de garrapatas. Tras volver del río y entrar en el terreno, me senté un rato sobre la tierra a orilla del camino, pero una mujer me recomendó que no lo hiciera por estos animalejos. Ahora, dicen que aún después de bañarse se encontraron garrapatas pegadas a la piel, como puntitos negros.
Después de cebarnos con ejotes con huevo, frijoles, pan y café, cada quien abordó el camión o camioneta según su actividad.
Nos movemos hasta la calle Santiago, de la colonia La Rueda, al noreste de la ciudad de Poza Rica. Victoria Delgadillo, dirigente del colectivo Enlaces Xalapa, me adelantó que, según, era un lugar donde tiraban la gente a los cocodrilos.
Llegamos a la entrada de un predio de más de 500 metros cuadrados, la mitad cubierto de árboles y la otra, enmontado. En la esquina está la primaria “Club Certoma”, cuya barda colinda con el campo; le doblaron la altura después de las constantes balaceras (hasta en horario de clases) y porque la gente de la colonia se enteró de que en el terreno servía como tiradero de cadáveres.
Lo descubrió un perro que sacó el brazo fresco de una mujer en 2017. Es lo que cuenta Moisés González Díaz, de la Alianza de Pastores y dirigente de la colonia, quien llevó a la Brigada a este punto luego de los testimonios recabados en los últimos años. La Fiscalía sacó un bulto, pero les dijeron que no encontraron nada.
—De seguro el perro lo sacó de otro lado —respondieron los peritos al pastor Moisés.
Tiempo después, explica, había un proyecto para la construcción de viviendas o de vender el terreno loteado al mejor postor para lo que quisieran, pero se detuvieron cuando encontraron restos humanos. Lo único que queda es un hueso en medio del monte, en el que advierten, abundan nauyacas. Como en la primera jornada, las buscadoras ingresan en equipos para observar el hueso, posiblemente de un brazo. Las características como el color, tamaño o textura, explica una antropóloga forense, son las que lo distingue de uno animal.
El campo se divide en cuadrantes y empiezan a retirar la maleza a una velocidad impresionante. Está nublado y eso permite trabajar un poco más a gusto. Mario Vergara, el coordinador de búsqueda, y Miguel Barrera, de Marabunta, se van al fondo con tres voluntarios más y encuentran ropa interior violeta de mujer; luego bajan sobre huellas de maquinaria pesada y llegan a un espacio abierto y más limpio hasta topar con una cerca de tela borreguera. Mario señala que más allá está el río Cazones y que han escuchado que por la ribera supuestamente tiraban personas a los reptiles. Miguel, quien ha acompañado a la Brigada desde la segunda búsqueda, también comenta que lo complicado de Veracruz es que siempre es verde.
—Hay que abrirlo como si fuéramos a enterrar a una persona —indica Mario al detectar tierra reblandecida.
Los Marabuntas se turnan pico y pala para aflojar el suelo y escarbar. Por encima resuena el zumbido de un drone. Preguntan por radio y confirman que es de la Policía Federal. En su experiencia, pueden ser monitoreados así por quienes no quieren que descubran las fosas.
Después de escarbar un rato, surge una calceta. Un pedazo de camisa. El resorte de un calzón. Una bota navideña. Mario explica que en otros lugares tratan de ocultar las fosas echando basura para confundirlos y que este trabajo se pudo haber hecho con máquina por la cantidad de piedras que hay y las huellas que vimos atrás.
<a data-flickr-embed="true" data-footer="true" href="https://www.flickr.com/photos/diariopresencia/albums/72157713773246141" title="Cuando la tierra vomita ropa"><img src="https://live.staticflickr.com/65535/49741394416_94266468ab_b.jpg" width="100%" height="500" alt="Cuando la tierra vomita ropa"/></a>
Antes del mediodía sacan algo parecido a un trapeador. Un joven Marabunta lo sacude y bromea diciéndoles que lo usen de peluca. Pero al caer más tierra se descubren trenzas de raíz negra y hebras rojo oscuro. Hay expectación de que sea cabello. Es una peluca. Pero, ¿qué hace todo eso ahí en un hueco a más de un metro de profundidad, en el fondo de un terreno en el que, en la parte frontal, hay un hueso humano? La primera vez que platiqué con Mario, hace dos años, me dijo que “la ropa no crece en los cerros”, como una forma de explicar que encontrar muchas prendas en sitios así no es normal, menos aún, enterrada. Prosiguen cavando, ahora, al ritmo de la cumbia de El Mecate, de La luz roja de San Marcos.
Como ruido de fondo, cada tantos minutos se oye una bomba de agua. El pastor Moisés me contó que el terreno donde está la bomba fue vendido por el dueño del predio en el que buscamos y que el comprador se dedica a distribuir agua en pipas. Por el ruido de la extracción del líquido día y noche, los vecinos fueron a pelear al Ayuntamiento hasta que el sujeto los amenazó de muerte.
Entre el frente y el fondo hay un camino a la derecha, hacia una arboleda sorteada de ropa hecha jirones, una mochila, una cartera de mujer y mucha basura de plástico como de molduras de autos. Existe la posibilidad de que la ropa llegara hasta el terreno por la gran inundación de Poza Rica, aunque ya pasaron veinte años de eso. En cambio, las prendas no parecen tan viejas y hasta hay una especie de tendedero entre los árboles.
Tranquilina Hernández Lagunes descansa un momento recargada en su varilla. Viene desde Cuernavaca, Morelos, a obtener experiencia para su propia búsqueda, la de Mireya, su hija, desaparecida el 13 de septiembre de 2014 cuando tenía 18 años, razón por la cual conserva el mismo número de teléfono, algo recurrente entre las buscadoras, por si alguna vez su hija intenta comunicarse. Nunca le agradó el novio Mireya y cree que él o su familia tuvieron algo que ver, sobre todo después de saber de investigaciones ministeriales sobre ellos y de enterarse de que el cuñado del novio de su hija también fue desaparecido.
—Mi esperanza es que tal vez esté en una zona de tolerancia o en las calles vagabundeando.
Estremece pensar que, si Mireya vive, posiblemente sea víctima de trata, pero es algo que su madre cavila por el camino que ha recorrido buscándola: explica que las chicas, muchas veces, son prostituidas, al igual que hombres jóvenes, o que también acaban como víctimas de tráfico de órganos. A Tranquilina se le nublan los ojos. Eso significaría que la vida de muchas personas fue cortada por reducirlas al valor de un pedazo de carne: para explotación sexual o arrebatarles las vísceras. Por eso exclama que, si ya abusaron de su hija, si ya ganaron dinero con ella en estos seis años, ya se la devuelvan.
—Alguien más un día me va a ayudar a saber la verdad —sentencia Tranquilina y por eso participa desde la primera Brigada Nacional en Amatlán. Además, ayudar a otros le da satisfacción y la motiva a seguir.
<a data-flickr-embed="true" data-footer="true" href="https://www.flickr.com/photos/diariopresencia/albums/72157713774396433" title="Limpiar y buscar"><img src="https://live.staticflickr.com/65535/49741733172_bc84a80b30_b.jpg" width="100%" height="500" alt="Limpiar y buscar"/></a>
De regreso a la parte frontal del campo, este se ve transformado al quedar casi completamente desmontado. Los Marabunta hacen honor a su nombre: son hormigas que arrasan todo a su paso. Mientras tanto, las buscadoras criban tierra de unos montículos para ver si encuentran restos triturados por la maquinaria pesada.
La jornada de trabajo concluye y no queda más que descansar un rato sobre la tierra y escombros. Hay más silencio y menos alegría que en días anteriores. Algunas mujeres van en grupo al baño que presta una vecina, quien se toma unos minutos para oír las historias de a quiénes buscan, pero dice no saber nada de dónde podría haber desaparecidos, a pesar de la transformación de Poza Rica en pocos años, de cómo se volvió común escuchar que algún compañero de trabajo o el amigo de un familiar tenía a una ser querido secuestrado o llevado a la fuerza.
El clima que permitió trabajar tranquilamente el miércoles, traicionó el jueves. El Frente Frío 39 canceló la salida a campo y el equipo se integró al eje de Escuelas. Vamos al jardín de niños “Francisco Morosini”, de la colonia Arroyo del Maíz 1, a orillas de Poza Rica. En el camino, las patrullas de la Policía Federal se separan y los elementos van a pasar el día a la zona arqueológica de El Tajín.
El domo resguarda de la lluvia a niños, madres y brigadistas. A las 11 de la mañana sale la payasita “Canica” a platicar con los pequeños sobre la paz, mientras las mamás también ponen atención. Hay espectáculos circenses como el de Isaac Roberto Hernández Luna, quien se caracteriza como “Picudo patines ponzoña” para hacer malabarismo con aros de colores.
Después de un poco de diversión, pasa Liliana López, de Madres buscadoras de Sonora, que se dirige a los adultos para explicar que vienen a construir paz, pero, sobre todo, a pedir que si alguien sabe dónde puede haber restos de personas, dejen un mapa o mensaje anónimo en el “Buzón de paz”.
Presentan actos de malabarismo y equilibro sobre cuerda que realiza “Venadito”, quien hace su entrada triunfal descalzo, tocando una cumbia. Todos estos personajes son interpretados por voluntarios de la Brigada Marabunta. También hacen cuenta cuentos, canciones, dominación de pelota y danza aérea.
Casi al final, los brigadistas piden a los menores y sus madres que se tomen las manos y entre todos construyen un enorme símbolo de paz. Los niños abrazan a las buscadoras y dibujan en un periódico mural mensajes de esperanza. De repente, a Liliana se le acerca Katherine, una niña de cuatro años que la abraza.
—Si yo me pierdo, mi mamá te va a ir a buscar a ti para que a mí me busquen —es lo que le diría al oído la pequeña, dejando a Lilí conmovida.
Cuando los niños se van, Lilí se divierte haciendo girar la pelota de futbol con el índice y se sorprende al lograrlo varias veces. Sacan una lotería que compraron el día anterior y nueve personas entran al juego pagando dos pesos por tabla.
—¿Lo que mueve a la Brigada? —canta Liliana— ¡El Corazón! —Y levanta la carta en alto.
Quienes tienen la figura en su carta se apuran a marcarla con bolitas hechas de notas adhesivas fluorescentes. En cambio, cuando salen el El Diablo, La Muerte o La Calavera, Lilí procura cantarla rápido y no le hacen demasiado caso.
Frente a los días difíciles, reír es catártico.
Dejo la Brigada unos días. El viernes salen a “El Chote”, Coatzintla, entre Poza Rica y Papantla. La búsqueda, a pesar de no perder su intensidad, resulta efímera otra vez.
El sábado vuelven a Poza Rica, a un punto diez minutos al sur de la colonia La Rueda, donde fuimos el miércoles. La calle Mecatepec desemboca al lindero del río Cazones, en un tramo donde se abre en curva. Heka Ríos, documentalista que acompaña a la Quinta Brigada, me cuenta que se decía que aquí también echaban gente a los cocodrilos, pero no hubo más hallazgos que una sombrilla y algunas veladoras, una de ellas dedicada al Diablo. Para entonces, dice, la Brigada comenzaba a dar muestras de desánimo.
El domingo, Ríos acompaña al eje de Búsqueda en Vida al Cereso de Papantla. Aunque los presos son amables, nadie ofrece información sobre puntos de búsqueda. No hubo salidas a campo, sino que por la mañana se reparten para asistir a misas en la región, la “Caminata por la Paz” en Coatzintla antes del mediodía y, por la tarde, hacer volanteo.
La jornada siguiente van al noroeste de Poza Rica, cerca de los límites con Puebla, a una zona de naranjales del ejido La Antigua, municipio de Tihuatlán. Ahí, al pie de un cerro, hay una cabaña en la que encuentran botas de diferentes números y ropa de hombre y de mujer.
Los pobladores de La Antigua le cuentan a Miguel Trujillo que atestiguaron los gritos provenientes de una especie de campo de entrenamiento a donde llevaron unos 60 jóvenes menores de 30 años, obligados a subir y bajar la montaña apenas con los codos; quien no podía era azotado con una tabla de madera. Este lugar, según notas informativas de 2014, es donde el Ejército desmanteló el campamento.
—Nos llamó mucho la atención que había unas especies de fosas o lo que podrían parecer fosas, pero que eran más bien utilizadas como trincheras para que los malosos se escondieran y de ahí poder hacer el entrenamiento —agrega una de las más activas de la Brigada, Yadira González Hernández, de Querétaro, quien busca a su hermano Juan González Hernandez desaparecido el 16 de junio de 2006; también recuerda que había impactos de bala en árboles de naranja y mango y que más allá de los sembradíos encontraron tambos.
Otros familiares hallan enterrada una alfombra de automóvil con rastros de sangre e intuyen que una persona fue envuelta en ella, relata Tranquilina. En total encontraron tres huecos y uno era una fosa procesada: a unos cien metros, en el cerro, desenterraron una bolsa negra que, por un momento, pensaron que tendría un cuerpo. En realidad tenían cintas de acordonamiento y basura de diligencias anteriores, algo que, refiere la buscadora, viola los propios protocolos de la Fiscalía.
De repente, Yadira estaba rodeada de restos humanos. Por donde pise, los aplastará y si quiere salir de ahí, tendrá que aplastarlos.
Hoy es la sexta vez que se busca en “La Gallera”, Tihuatlán, y la quinta en la que entran colectivos. No esperaban encontrar más despojos detrás de la casa donde años atrás exhumaron seis cuerpos y dos cráneos, pero el roce de los dedos de Tranquilina sobre la tierra bastó para sacar pedazos de huesos cercenados.
Yadira acude al llamado de Tranquilina y repite el proceso hasta darse cuenta de que por todas partes hay huesos humanos revueltos con restos de animales.
—No me quiero mover, porque los estoy pisando —piensa, pero sabe que tiene que hacerlo; no hay otra forma de salir. Es doloroso y frustrante..
Me reincorporé con la Brigada al día siguiente, pero hasta el jueves voy a “La Gallera”: para llegar, pasamos un deshuesadero de “Autopartes Gómez”, mismo negocio donde terminó el automóvil desvalijado de los hermanos Trujillo después de ser desaparecidos por la Policía Intermunicipal.
Al fondo del camino enmontado se levantan la casucha y el horno que tanto dolor ha provocado en las buscadoras de Poza Rica. Un enorme pino sombrea la fachada pálida de la casa, que adolece la falta de mantenimiento de casi nueve años. En las paredes deslavadas se incrustan esqueletos de herrería, que algunas vez fueron protecciones. Tras una balaustrada a media altura, atravieso la puerta principal que da a lo que podría haber sido la sala-comedor de paredes rosa, columnas con mosaicos rotos y “Z-35” escrito en un muro. El piso es diferente en este y cada uno de los tres cuartos a la izquierda. En el primero, aún se nota clara la huella hemática de una mano y la parte baja de la pared luce batida, como si alguien hubiera sobado las palmas contra ella; en el piso hay dos empaques de condones que lucen recientes y Yadira recuerda que había un preservativo usado detrás de un asiento de auto que está a la mitad del cuarto; en la habitación contigua sólo hay un deshuesado clóset de madera; en la última, de paredes pintas, nos estremecemos al leer un nombre escrito compulsivamente a lápiz en las paredes.
“Pedro”, leemos verticalmente sobre una columna. En el resto de la pared, en horizontal hay más. “Pedro Mo-ra”, titubeamos. “¡Morales! ¡Juares, con “s”!” Hay, en total, seis “Pedro”, un “Morales”, una “m” y dos “Juares”. Apenas se distinguen. Junto al apagador, hay otro nombre en grafito: “María Guadalupe”. También en la barra de la cocina alguien escribió “Jesús”. Ahí permanecen dos latas calcinadas de frijoles y en la esquina hay olotes regados junto a una botella de cerveza. A la derecha de la cocina y la sala está el porche. Dieciséis escalones conducen a la losa donde se erige un cuarto sin acabar, que en medio tiene una caja con papel de baño usado, al igual que en la pileta.
Desde arriba se ve el horno, al frente, y el patio donde Yadira se quedó inmovilizada, atrás.
Una de las cosas más extrañas es que alrededor del horno y de la casa hallaron enterrados completamente diez garrafones de agua con perforaciones en la base. Y una de las más dolorosas, es que al salir por la puerta trasera de la casa, hacia el patio, fácilmente se distingue un chupón rosa. Alucino. Yadira me confirmaría que sí era un chupón. También encontró pañales.
Dos días después de la primera visita de la Quinta Brigada a “La Gallera”, siguen buscando alrededor del horno porque Danisha, una perra pastor belga del K-9 de la Policía Federal, marcó varios sitios positivos, aunque luego se saturó de aromas. Hay cenizas enterradas y montículos sin revisar. Las buscadoras se enfundan en trajes de perito y cuelan las cenizas para detectar fragmentos cercenados sin consumir. Yadira opina que el lugar da para trabajar meses o años, que es demasiado, porque basta con que te sientes y pongas atención a cualquier pedazo de tierra para que broten huesos que, de lo calcinados que están, parecen piedras que se confunden con el color de la tierra.
Ella también evidenció lo ineptos que pueden ser los agentes. Encontró un machete oxidado y lo marcó con un pedazo de cinta para que lo procesaran como evidencia. Un Policía de Investigación lo tomó para golpear el piso de la cocina porque, según él, se oía hueco.
—¿Qué estás haciendo? —le reprendió— ¿Por qué con una evidencia y sin guantes? ¡Es impresionante que tú, como elemento de investigación, no lo sepas, carajo! ¿No estas viendo la cinta amarilla?
<a data-flickr-embed="true" data-footer="true" href="https://www.flickr.com/photos/diariopresencia/albums/72157713773648251" title="Donde no dejan de brotar huesos"><img src="https://live.staticflickr.com/65535/49740923403_a52c642610_b.jpg" width="100%" height="500" alt="Donde no dejan de brotar huesos"></a>
El martes ella sacó un montón de fragmentos óseos de un hueco de 60 centímetros de diámetro. El lugar está repleto y la Fiscalía General de la República no se da abasto. La queretana optó por volverlos a guardar.
—De hecho, los restos humanos se ven cortados con sierra —asegura— y después esos pedacitos de nuestra gente la revolvieron con restos o huesos de animales. Todo eso está revuelto entre humanos y animales, simplemente botados por todo el rancho.
Explica que queda tan poco que, en caso de extraer el ADN, la pieza se destruirá y las familias no recibirán nada más que un papel que diga que ahí estuvo su ser querido. Por eso, cuando Yadira se vio sitiada en el campo minado de huesos, no pudo evitar llorar junto a Tranquilina.
—“La Gallera” es un campo de exterminio total.
Un día antes, el miércoles, me reincorporé con la Brigada. Vamos hasta un rancho a espaldas del fraccionamiento de lujo Lomas Residencial. Una barda de unos dos metros de alto, coronada con rollos que despuntan navajas de acero, separa la idea de seguridad de una tierra que vomita ropa cuando se cava en ella.
El paisaje acá arriba es fabuloso. Todo expresa verde y vida. Un lugar donde te imaginas un fin de semana con amigos o familia, comentaría más tarde Yadira, si no fuera porque sabemos que se rastrea la pista de restos humanos inhumados.
Llegamos al punto por información de un sujeto que se contactó con un miembro del colectivo María Herrera, aunque fue Miguel Trujillo quien llevó la comunicación por mensaje. El informante aseguró que ahí “cocinó” personas y que deberían hallar restos, pero no hay más que ropa enterrada y algunos orificios de impactos de bala en la corteza de un frondoso mango rodeado de palmas con espinas tan finas y peligrosas como agujas hipodérmicas.
Los papanes reales, pájaros negros con plumaje amarillo vibrante, comen desde una palma de coyol y graznan escandalosamente cuando pasamos. Me pregunto si esas aves habrán visto a quienes trajeron a morir aquí y si cantaron a su paso.
Entonces por primera vez escucho a Maricel Torres decir que nunca van a encontrar a sus desaparecidos. Lo menciona mientras atravesamos dos arroyos secos y avanza con gracia por el rancho con topografía de montaña rusa. Su voz suena cargada de tristeza y frustración. Las cosas han cambiado con el tiempo, dic.
<a data-flickr-embed="true" data-footer="true" href="https://www.flickr.com/photos/diariopresencia/albums/72157713773661736" title="Rancho y desesperanza"><img src="https://live.staticflickr.com/65535/49740922748_e1c70572b8_b.jpg" width="100%" height="500" alt="Rancho y desesperanza"/></a>
Las garrapatas nos hacen sus presas durante el descanso. María Ortiz reparte enchiladas, comida típica de la región. Bromeo, preguntándole por zacahuil. Contesta que está prohibido en el colectivo y no entiendo por qué, siendo un platillo insignia de la región. Entonces explica que en “La Gallera” descubrieron que se decía que “zacahuileaban” a las personas en el horno, así que le tienen aversión al tamal. Me disculpo.
Casi cuando nos vamos, Belén González, dirigente de un colectivo en Coatzacoalcos que lleva su nombre, resbala con una penca de palma y se fractura la mano. Está enojadísima porque la siguiente semana tiene búsqueda en su zona. Acaba en el hospital necesitando una operación.
En el camino hacia la Casa de la Iglesia pasamos por Poza Rica y nos alegramos al ver el mural que pintó la Brigada abajo de un distribuidor vial: dos manos entrelazadas por las muñecas, una paloma blanca volando, la doble hélice del ADN, diamantes (por los tesoros perdidos) y, al final, en mayúsculas: Buscando nos encontramos.
El jueves vamos primero a “La Gallera” y después nos incorporamos a otra búsqueda en Tihuatlán, en un lugar llamado “Las Antenas”, desde donde se aprecia todo Poza Rica detrás del río Cazones. Es imposible no fijarse en cómo pintaron “Zetaz” en un muro de la estructura que protege una de las numerosas antenas de telecomunicaciones a unos metros de una bomba de Petróleos Mexicanos..
Ya son más de las 4 de la tarde. El grupo revisa una zona arbolada pasando instalaciones de Pemex; sobrevuelan zopilotes y nos devoran mosquitos gigantes, mientras los de la Agencia de Investigación Criminal se resguardan en el clima de la camioneta oficial. En el cerro, prácticamente a espaldas de las instalaciones de la Policía Federal, encontramos variedad de ropa de niña y mujer: falda de secundaria gris, blusas, pantaletas, zapatos y un empaque de preservativo que caduca en julio de 2021. Casi todos nos removemos al imaginar que estamos en un lugar donde se practicaron violaciones.
La mañana del viernes en la Casa de la Iglesia la lluvia cae como rocío fino que apenas moja, pero enfría el alma. La Quinta Brigada termina hoy. Cuando levanta el día inauguran el mural, develan una placa en el palacio de Poza Rica y leen el informe final desde “La Gallera”. Hay desolación. No porque se encontrara tan poco en dos semanas, sino porque ese tiempo bastó para confirmar algo que el colectivo María Herrera se negaba a admitir. Finalmente la Quinta Brigada Nacional anuncia lo siguiente: que el norte de Veracruz está plagado de “cocinas” y por eso no hallaron nada, sin importar qué tanto buscaran.