El presidente Andrés Manuel López Obrador suele estirar al máximo la liga cuando decide violar la ley. Lo cual hace consuetudinariamente.
La campaña negra que encabeza desde hace dos semanas en contra de la aspirante presidencial opositora Xóchitl Gálvez da cuenta precisa de lo anterior: violentando las leyes que él mismo impulsó desde sus tiempos de opositor, se inmiscuye descaradamente en el proceso electoral, augurando un supuesto triunfo de su “movimiento” en las elecciones de 2024, atacando y denigrando a sus adversarios políticos, así como exponiendo su información privada y sensible, abusando del poder al usar a las instituciones del Estado Mexicano como ariete político.
Todo eso es mucho, pero mucho más grave que lo que hizo Vicente Fox en la campaña de 2006, cuando desde la palestra presidencial llamaba a “no cambiar de caballo a mitad del río”, en referencia a no votar por otro partido que no fuera el PAN. López Obrador ha superado con creces esos abusos de poder y con un agravante: en aquel entonces no estaba regulado lo que podía decir una autoridad en relación con los procesos electorales. Hoy sí está normado y es así porque el propio López Obrador presionó para tener una legislación restrictiva en materia de elecciones.
A estas alturas nada debería extrañarnos de un hombre para quien no hay límites en su ambición de poder y que en el pasado estuvo dispuesto en varias ocasiones a provocar caos y poner el riesgo la de por sí frágil estabilidad del país.
Pero la diferencia es que ahora tiene un poder como no lo tuvo ninguno de sus antecesores. Desde el propio Fox, quien no tuvo el valor de aplicarle la ley por desacatar un amparo –algo que parece ser el deporte favorito de todos los morenistas, como el autoritario represor que mal gobierna Veracruz- y a quien en ese entonces López Obrador le gritó “¡cállate chachalaca!” para que dejara de meterse en la elección, misma que perdió, principalmente, por su necedad y soberbia, que permitieron que se desvaneciera su ventaja inicial gracias a una campaña negra de propaganda, mismas que también presionó para que fueran prohibidas en la legislación electoral.
Campaña negra que, como se mencionó al principio, hoy mismo López Obrador dirige contra Xóchitl Gálvez con resultados que se les están revirtiendo. Los aspirantes morenistas –“corcholatas” les puso él mismo para humillarles, a lo que sin pizca de dignidad todos accedieron gustosos- fueron desaparecidos de la conversación y la agenda pública, mientras que la senadora panista se ha convertido en una opción real para un frente opositor que hasta hace un mes, no tenía nada para competir en serio en las elecciones del año entrante.
Pero más allá de las posibilidades de competencia y hasta de triunfo de uno u otro bando, es altamente preocupante el ya conocido desprecio por la legalidad de López Obrador y sus huestes. En el caso de que Xóchitl Gálvez llegara a ser nominada candidata y eventualmente ganara las elecciones, ¿el obradorato reconocería una derrota? La historia nos indica que no. Nunca las han reconocido.
Lo que nos lleva a plantear otro escenario: ¿qué pasaría si López Obrador no acepta ni reconoce un escenario adverso? ¿Aun si fuese contundente? No es muy difícil responderse esa pregunta.
El proceso de la sucesión presidencial está tan contaminado, tan lleno de ilegalidades –que han sido irresponsablemente consentidas por las autoridades electorales-, que no es impensable ni improbable una posible anulación de la elección si, además de todo, durante los comicios el morenato se dedicara a reventarlos en el supuesto de que los números no les den. Tienen la estructura y los recursos para hacerlo. Y a muchos de los “mapaches” del viejo régimen operando para ellos.
Sería un autogolpe de consecuencias inconmensurables y fatídicas para México. ¿Será capaz López Obrador? ¿Hay algo de lo que no lo sea?
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