Hace un año, el reportero Gregorio Jiménez de la Cruz fue secuestrado por un comando armado en la congregación de Allende, en el municipio de Coatzacoalcos. Según las autoridades estatales, fue asesinado ese mismo día por sus captores, y enterrado en una fosa clandestina que sería descubierta después.
Por este crimen hay varios detenidos como presuntos autores materiales e intelectual. Pero no existe la sensación de que se haya hecho justicia. Incluso, la Fiscalía General del Estado, antes Procuraduría, hace mil malabares jurídicos para evitar que los asesinos salgan de prisión por medio de un amparo, ante la debilidad y mala integración de las averiguaciones previas presentadas como sustento de las acusaciones.
Lo peor de todo es que, a un año de la muerte de Gregorio, a casi dos del homicidio de la corresponsal del semanario Proceso Regina Martínez, absolutamente nada ha cambiado en Veracruz.
Permanece el mismo clima de inseguridad y violencia, contra la prensa y contra la sociedad en su conjunto. El fracaso del gobierno de Javier Duarte para garantizar a los ciudadanos uno de sus derechos primordiales, el de vivir tranquilos, es evidente. Por más que el secretario de Seguridad Pública, Arturo Bermúdez Zurita, intente aparentar lo contrario, engallado por saberse inamovible de su puesto.
El Estado ha sido incapaz (al menos) de cumplir con una de sus obligaciones básicas. Y no sólo eso. No le ha importado que la violencia resurja. No se preocupó por crear condiciones para el ejercicio libre del periodismo y la libertad de expresión. Simplemente, se ha dejado llevar por la inercia, por decirlo amablemente. La más reciente prueba de ello es el asesinato de un reportero más, Moisés Sánchez Cerezo, cuyos restos finalmente fueron identificados fehacientemente por la Procuraduría General de la República.
La colusión de policías municipales y la presunta responsabilidad del alcalde de Medellín, Omar Cruz Reyes, en el crimen perpetrado contra Moisés Sánchez, es una muestra de la enorme descomposición de las instituciones en el estado de Veracruz. Es un ejemplo de cómo, ante la proverbial impunidad con que se conducen las autoridades y la clase política en general, se cometen los más abominables crímenes ante los ojos de una sociedad que cada vez más pierde su capacidad de asombro.
Nos estamos acostumbrando a que en Veracruz se reporte el hallazgo de fosas clandestinas con decenas de cuerpos humanos enterrados sin que eso represente ya un escándalo, como las recientemente localizadas en Coatzacoalcos. El horror se vuelve un aspecto más de la cotidianeidad. Como ir de compras o prender el televisor. La gente mira hasta con indiferencia este tipo de noticias, hasta que la bala le pasa rasando.
Mientras esto sucede, los políticos están ocupados en organizar sus elecciones, en idear nuevas maneras de burlar las prohibiciones legales para gastar insultantes cantidades de dinero en las campañas, en desprestigiar a sus adversarios. El deterioro de la convivencia social no les conduele. Sienten que eso no les llega, que no les afecta. Que con una despensa entregada en un mitin basta para que la gente se calme. Y probablemente, estén en lo cierto en esa premisa.
Ha pasado un año de la muerte de Gregorio y su familia vive en el desamparo al que la condenaron manos asesinas y autoridades irresponsables e incompetentes.
Ha pasado un año. Y como si nada hubiera pasado en este estado.
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