No por nada, todos los partidos se han hecho de la vista gorda para crear el Sistema Nacional Anticorrupción.
Que a nadie le extrañe. En todos subyacen prácticas que nada tienen que ver con la honestidad, la transparencia y la ética. La ambición marea y el poder enloquece a quienes acceden a éste, como una mala droga.
Así que más allá de lo que plantean en el discurso, la realidad es que a la clase política no le interesa hacerse el “hara kiri” y autoimponerse regulaciones que no está dispuesta a cumplir.
Porque de hacerlo, varios, muchísimos de los más “distinguidos” integrantes de ese círculo mafioso tendrían que pagar por sus actos, por el saqueo al que han sometido a este país. Y si algo mantiene seguras las amarras del endeble sistema político mexicano para que no termine de irse a pique, es precisamente la impunidad de sus integrantes.
Por esa razón es que no pasa nada si se exhibe en los medios que el Presidente de la República, su esposa y uno de los integrantes de su gabinete son propietarios de mansiones cuyo valor no corresponde con sus ingresos. Y luego resulta que son “regalos” de ex patrones o de empresarios “amigos”, que “coincidentemente” también son contratistas del gobierno.
O qué decir de los políticos que de la noche a la mañana aparecen como dueños de numerosas y valiosas propiedades en el extranjero, puestas a nombre de parientes o prestanombres, como en el caso reciente del ex gobernador de Oaxaca, José Murat Casab, a quien el diario The New York Times adjudica la compra de media docena de inmuebles de lujo en Estados Unidos, lo cual, por supuesto, fue negado por este personaje.
Por cierto, Murat Casab, junto con el ex senador Enrique Jackson, fungen como asesores del gobernador de Veracruz, Javier Duarte de Ochoa, y cobran una millonada por los “sabios consejos” que le dan al mandatario estatal. Y viven como emperadores en Veracruz.
Porque si hay una entidad donde a los políticos les gusta vivir bien y en serio, es Veracruz. Son de antología las mansiones que de un día para otro se hicieron varios integrantes del actual gobierno, como la del ahora secretario del Trabajo, Gabriel Deantes, que hasta elevador tiene de tan grande que es.
Y por las mismas andan desde funcionarios de medio pelo hasta autoridades y ex autoridades de primer nivel, que son propietarios no sólo de casas de ensueño, sino de ranchos, hoteles, restaurantes y medios de comunicación. ¿Cómo le hicieron? Sería muy bueno saberlo. Aunque no es muy difícil de imaginar.
Por éstas y otras razones es que los partidos han retrasado lo más posible la creación de un sistema legal que combata sus propios excesos. Y también por ello es que el partido en el poder, el PRI, quiere introducir retrocesos en la Ley de Transparencia, ya que la rendición de cuentas nunca ha sido su fuerte.
La corrupción endémica, enquistada no sólo en el régimen político sino en la misma cultura de la sociedad mexicana, está desbaratando a este país. Como se ha insistido hasta el cansancio, para que ésta exista y se extienda en los niveles que lo hace en México, es condición sine qua non que haya impunidad, que los latrocinios, los desfalcos, los fraudes y los crímenes en general no se castiguen, que los culpables de los mismos no sean penalizados.
Y mientras eso no cambie, podrá haber alternancia. Podrá cambiarse de partidos y gobernantes. México no tendrá remedio.
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