Junto con la corrupción, la simulación a ultranza ha sido uno de los sellos característicos del régimen que gobierna a Veracruz desde hace 11 años.
Ligeros para prometer, hábiles para aparentar y promiscuos para mentir, los integrantes del grupo fidelista han hecho de la falsedad y la simulación la marca de la casa, el núcleo de su praxis política.
Antes, durante y después del periodo que le tocó ser gobernador de Veracruz, el jefe del clan, Fidel Herrera Beltrán, se distinguió y fue señalado como el más grande simulador de la historia del estado. A todo decía que sí, pero como en el “Son de la Negra”, no decía cuándo. Se presentaba como “benefactor” del pueblo repartiendo billetes por donde se presentaba, con la salvedad de que no era dinero suyo, sino recursos públicos sacados –y saqueados– del erario. Informó oficialmente haber construido más de mil puentes en su administración, algunos de los cuales apenas y tenían colocados los cimientos o los soportes, permaneciendo en estas condiciones hasta la fecha.
Y así se pasó su sexenio, hablando del “gran” crecimiento de Veracruz. De las “históricas” exportaciones agrícolas. De una industrialización “sin parangón” de la entidad. De las magnas obras. De un estado que sólo existía en su mente, pero cuya inagotable verborrea convenció a muchos de que era real.
Sus sucesores en el poder, si es que alguna vez se los ha entregado realmente, intentando emular a su maestro, han resultado ser apenas unos mediocres “aprendices de brujo” que, aun cuando tienen las mismas malas mañas, adolecen por completo de la capacidad de aquél para deslumbrar.
Pero como Herrera Beltrán, son también unos redomados farsantes, que mientras por un lado hablan de ser tolerantes con la crítica, por el otro la reprimen violentamente. Se llenan la boca hablando de derechos humanos, de democracia, de equidad y respeto a la voluntad ciudadana, y recurren a las peores prácticas para arrebatar, al precio que sea, resultados electorales y luego hacerse pasar por “grandes operadores políticos”, mientras ignoran el dolor de las víctimas de su infausto modo de gobernar.
Los herederos de la “fidelidad” son viscerales, violentos y rapaces. Su ambición los ciega. No conocen el significado de la transparencia y la rendición de cuentas. No asumen responsabilidad alguna de sus actos, de sus transgresiones. Y como no saben hacer política, creen que aplastando al adversario, al crítico, a quien expresa disenso, se garantizan su supervivencia y su permanencia en el poder.
Por ello es que el gobernador Javier Duarte de Ochoa tiene que convocar a reuniones de “unidad” –voluntariamente a fuerza– de su partido en torno suyo. Porque ni entre los priistas es respetado, mucho menos querido. También a ellos los ha injuriado, los ha lastimado, los ha humillado repetidamente, mientras dando manotazos en la mesa grita, como para convencerse a sí mismo, que “el gobernador soy yo”. Alrededor suyo, sus cortesanos asienten, genuflexos, “lo que usted diga, señor”. Hasta el día en que entregue el poder, esperan, a alguno de ellos.
El pretendido “maximato” de la “fidelidad” buscar prolongarse al menos otros dos años a partir de 2016. Y para eso alista su nueva simulación: como ninguno de los aspirantes de su cuadra que ha lanzado al ruedo tiene los tamaños para ganar por méritos propios la nominación a la gubernatura, inventa sondeos de “apoyo” y promueve en los medios, a punta de billetazos, la imagen de quien intenta imponer para cuidarse las espaldas y garantizar su impunidad. Y para “despistar”, se saca de la manga nuevos “aspirantes” a la sucesión, meras comparsas de un circo en el que las “fieras” se quedaron sin “domadores”.
Inexorablemente, más temprano que tarde, la farsa llegará a su fin. Y vendrá el tiempo de pagar las deudas.
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