Este miércoles 31 de agosto de 2016 quedará inscrito en las páginas de la historia de México como un día de vergüenza nacional.
El presidente de la República, Enrique Peña Nieto, cometió el que quizás sea el más grande error político de su sexenio al invitar y recibir en la residencia oficial de Los Pinos al candidato republicano a la Presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump.
No hay razón que justifique la invitación no sólo a Trump, sino a ninguno de los candidatos presidenciales norteamericanos, por algo muy simple. Son sólo eso, candidatos. Tanto el racista magnate inmobiliario como la ex secretaria de Estado Hillary Clinton. No representan a gobierno alguno. No todavía. No había porqué enredarse en un peligroso juego electoral.
Pero por razones que aún no se han hecho públicas y que nadie termina de entender, Enrique Peña Nieto le dio a Trump, un hablador que se ha dedicado a hostigar e insultar a los mexicanos a través de un violentísimo discurso de odio racial, el tratamiento que se le brinda a un jefe de Estado.
Peña Nieto le dio una oportunidad inmejorable para apuntalar su alicaída campaña y, de manera inaudita, inverosímil y por demás estúpida, le regaló una tribuna internacional en la que, además, Trump defecó en la cara de los mexicanos. En nuestra propia casa.
Trump no sólo no se disculpó por sus ofensas a los mexicanos, a quienes nos tacha recurrentemente de ladrones, narcotraficantes y violadores. Vino a reiterar, desde la residencia en la que vive el Presidente de México, que de ganar las elecciones de noviembre próximo modificará las condiciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y que se levantará el muro fronterizo que ha sido su bandera de campaña. Y en un gesto de arrogancia absoluta, como si nos hiciera un favor, dijo que de lo que no hablaron durante la reunión privada que ambos sostuvieron fue sobre quién pagará su construcción.
Todo esto, ante un Peña Nieto empequeñecido, reducido a su mínima expresión, mudo ante los agravios, como si el anfitrión fuera el oxigenado empresario, quien se apoderó del escenario que le tendió el gobierno mexicano para hablar de lo que a él le interesaba.
Lo que resulta todavía más difícil de creer es que Peña Nieto haya decidido darse este balazo en la sien un día antes de enviar al Congreso de la Unión su cuarto informe de gobierno. Quedó claro que no tiene la menor idea del manejo del timing político, de la importancia de las relaciones exteriores bilaterales. Ni de nada.
¿Con qué cara puede afirmar que va a “proteger” a los mexicanos donde se encuentren, si se “achicó” frente a Trump, a quien no fue capaz de decirle públicamente –porque más tarde, en Twitter aseguró que en privado se lo dejó “muy en claro”- que México no va a pagar por su muro? ¿Qué certeza le puede ofrecer a los inversionistas, si asintió renegociar el TLCAN, cuando lo que Donald Trump plantea es romperlo?
Nunca como ahora, la cascada de críticas contra Enrique Peña Nieto ha estado más justificada y ha generado tal consenso entre políticos, analistas, intelectuales, empresarios y sociedad civil. Hasta los priistas lo piensan.
Con esta monumental pifia, Peña Nieto fracturó su relación con el actual presidente estadounidense, Barack Obama; echó a perder la que tenía con quien puede ser la próxima presidenta, Hillary Clinton; le prendió fuego al comercio exterior; abandonó a su suerte a los migrantes mexicanos en Estados Unidos; tiró a la basura la política exterior del país. Y de paso, prácticamente le entregó la Presidencia de la República a la oposición dentro de dos años.
Fue un día histórico, sí. Atestiguamos el suicidio político de un Presidente de México en cadena nacional. Sólo le faltó llorar.
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