El de las personas desaparecidas en el estado es, lo hemos dicho en otras ocasiones, probablemente el más grave de todos los crímenes cometidos en Veracruz en los últimos. Tanto por el hecho en sí como por las magnitudes que ha alcanzado en la entidad.
Ya sea tanto por acción del crimen organizado como por parte de las propias fuerzas de seguridad municipales, estatales y federales, la desaparición de personas, que de suyo es un crimen de lesa humanidad, en Veracruz tiene ya proporciones para las que hacen falta adjetivos precisos, pero que pueden enmarcarse entre lo colosal, lo dantesco y lo monstruoso.
De acuerdo con las cifras estimadas por la Fiscalía General del Estado, el número de personas desaparecidas en Veracruz oscila entre los cinco mil. Esto supera por mucho, muchísimo, las cifras de la época de la llamada “guerra sucia”, en la que el gobierno mexicano reprimió los movimientos insurgentes y guerrilleros de las décadas de los 60, 70 y 80 del siglo pasado.
De acuerdo con la Organización Internacional de las Naciones Unidas, entre 1960 y 1980 se recibieron 374 denuncias por desapariciones relacionadas con crímenes de Estado en México. A su vez, el emblemático Comité Eureka, fundado por la activista Rosario Ibarra de Piedra, documentó un total de 557 expedientes de desapariciones forzadas entre 1969 y 2001.
Como es claro, esos datos, que representan lo sucedido en una de las épocas más sombrías de la historia de México, palidecen, son prácticamente nimios, contra lo que ha sucedido en Veracruz. Y eso, tomando como base las cifras oficiales.
Porque si damos como ciertos los números de los organismos civiles que llevan años buscando a sus seres queridos por sus propios medios y enfrentando altísimos riesgos, la situación se torna escalofriante. De acuerdo con Lucía de los Ángeles Díaz, del Colectivo Solecito, los desaparecidos en Veracruz llegarían a ser 28 mil.
Si esto llegase a confirmarse, estaríamos frente a una emergencia humanitaria sin precedentes y para la que ningún gobierno, de ningún nivel, ha ofrecido ya no digamos la mínima atención que debería tener un fenómeno como el referido, sino simplemente algún grado de capacidad para hacerle frente y detenerlo.
En Veracruz, las autoridades anteriores fueron corresponsables de este horror por obra y omisión. Uno de los presuntos culpables se encuentra en este momento bajo proceso, aunque ante la latente posibilidad de aprovechar algún resquicio legal de los que permite el nuevo -y muy a modo de los delincuentes- sistema de justicia penal para salir libre y quedar impune.
Lo más grave es que el nuevo gobierno estatal tampoco ha sabido qué hacer ante este problema. Ha privado la falta de sensibilidad en el trato con los familiares de las víctimas, que son ellos mismos víctimas también, como quedó de manifiesto en la audiencia de este jueves 16 de febrero, cuando tuvieron que esperar más de cuatro horas para que alguien los atendiera en la Fiscalía General del Estado, a donde acudieron a una reunión con el titular del organismo, Jorge Winckler, y el subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Roberto Campa Cifrián.
Es también inexplicable que como fiscal especial para la atención del tema de los desparecidos haya sido nombrado Luis Eduardo Coronel Gamboa, a quien además de su inexperiencia y falta de méritos para llevar las riendas de un asunto de la gravedad del que nos ocupa, deben sumársele sus conocidos nexos personales y hasta familiares con el duartismo, el mismo régimen al que el drama de las desapariciones le importaba menos que un cacahuate. Como casi todo lo que no fuera robarse el dinero de los veracruzanos.
Por ello es que la desazón y la desesperanza no se han ido de Veracruz.
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