La imagen de Javier Duarte tirado en el piso de la camioneta que lo trasladó de la prisión en la que está recluido en Guatemala al Quinto Tribunal de Sentencia Penal de aquel país, simboliza perfectamente en lo que vino a parar no sólo él mismo, sino lo que representa, vital y políticamente.
Humillado, desvalido, abandonado por su familia y sus “amigos” –nadie lo acompaña en Guatemala y nadie lo hará cuando sea extraditado a México-, Javier Duarte se enfrenta a la posibilidad de ser sentenciado a una pena de hasta 55 años de prisión, por el tipo de delitos que se le imputan: delincuencia organizada y operaciones con recursos de procedencia ilícita.
Falta ver que de verdad se le condene a una sentencia de tal magnitud, lo que marcaría un parteaguas en la historia de México, en donde nunca jamás se ha castigado a un político de la jerarquía de un gobernador por actos de corrupción a esos niveles.
Sobran motivos para ser escéptico. Para empezar, y habrá que reiterarlo las veces que sean necesarias, si se procedió en contra de Javier Duarte es porque cometió un error imperdonable para el sistema: perder. Si el PRI hubiera ganado la elección de gobernador del año pasado en Veracruz, su suerte sería otra. La de la impunidad absoluta que cubre a la clase política mexicana.
En el recuento del régimen de las pérdidas y los daños, Javier Duarte de Ochoa se convirtió en la pieza sacrificable, en un recurso desesperado para intentar rescatar lo que queda del proyecto de poder priista que ganó la Presidencia en 2012 y que entonces se auguraba se sostendría en Los Pinos al menos unos 24 años. Apenas poco más de cinco años después, ha experimentado tal nivel de desgaste que lo más seguro, de mantenerse la tendencia actual, es que no pase de un sexenio. La corrupción y degradación del duartismo aceleró ese proceso.
La inexperiencia, inmadurez, frivolidad y franca tendencia a la criminalidad de Duarte y sus cómplices los hicieron engolosinarse a tal grado con el poder y sus mieles, que se creyeron intocables, indestructibles. Su brutal soberbia no les permitió ver, hasta que ya era muy tarde para ellos, que el juego había terminado y lo habían perdido.
Las teorías que juran que la entrega de Javier Duarte a las autoridades fue pactada para garantizar impunidad a sus familiares, principalmente a su esposa Karime Macías Tubilla, aún si fueran verdaderas, no cambian un hecho sustancial: el ex gobernador está en la cárcel y, al menos hasta ahora, no se ve que goce de privilegio alguno.
Además, y con todo y que se les permitió huir, sus familiares cargarán con el estigma de la corrupción para el resto de sus días. Los tres hijos de Javier Duarte y Karime Macías vivirán con la vergüenza de que a sus padres se les tache y se les recuerde por donde quiera que vayan como el símbolo de la más asquerosa corrupción, que no solamente significó saquear al estado de Veracruz, sino sumir a sus habitantes en una espiral de pobreza, muerte y violencia.
Ni todo el dinero que puedan haberse llevado los familiares y cómplices de Duarte –y que falta ver que los dejen quedárselo- podrá hacer sanar esa llaga purulenta, cuyo hedor los convirtió en apestados eternos.
De verdad, ¿valió la pena, Javier?
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