El artero asesinato del periodista Javier Valdez Cárdenas este lunes en Culiacán, Sinaloa, ha vuelto a poner sobre la mesa del debate, por desgracia, la vulnerabilidad de las condiciones en las que se ejerce nuestra profesión en el país.
Las condenas tardías a este homicidio de las autoridades y una variopinta decena de políticos, que generalmente se han mostrado indiferentes a las agresiones sistemáticas contra la prensa en México, no sirven ya ni siquiera de consuelo. Al contrario, indigna sobremanera el oportunismo que permea en la mayoría de esos casos, pues lo que buscan es lavarse la cara ante la opinión pública por el silencio que guardaron, invariablemente, en todos los asesinatos anteriores de reporteros.
Indigna todavía más, hasta niveles de asco, que lo hagan porque estamos en medio de procesos electorales en varios estados del país. Que la muerte violenta de periodistas sea utilizada con propósitos electoreros revela la bajeza de esa clase política que cerró deliberadamente los ojos, cuando no participó activamente en la cruzada de barbarie asesina para arrebatarle la palabra a los mensajeros y coartar el derecho de la sociedad a estar informada.
Duele más aún la ausencia de solidaridad gremial ante la tragedia que nos azota, implacable y por igual. Las lánguidas referencias a este crimen de un sector de los medios que, como sucedió durante todo el sexenio pasado en el estado de Veracruz, cree ilusamente que por estar cerca del poder político no le va a pasar lo mismo que a quienes decidieron poner por delante su responsabilidad, su vocación y su deber de informar. Pero este problema nos afecta a todos por igual, como también quedó evidenciado con la terrible experiencia de Veracruz durante el duartismo. Nadie está a salvo.
Hoy, como desde principios de este siglo, que se acerca a su primera veintena, la impunidad es la principal razón de este baño de sangre de reporteros. Políticos y/o criminales –es difícil precisar dónde cruzan la línea unos y otros- matan periodistas porque pueden, porque no nada pasa, porque absolutamente nadie paga por ello. En lo que va de 2017, seis periodistas han sido asesinados –uno de ellos, Ricardo Monlui, en el estado de Veracruz-; los culpables de estos seis crímenes, como los de decenas en los años anteriores, están en la calle, libres para seguir haciendo lo que hacen.
La fragilidad institucional que mantiene en vilo al país aumenta los riesgos para el ejercicio periodístico. Un gobierno en decadencia como el federal, que ha sido rebasado por todas las circunstancias, poco o nada podrá ni querrá hacer para revertir esta situación. En los estados y los municipios la situación no es diferente. Y no lo es porque a ninguna autoridad, de cualquier nivel, le interesa rendir cuentas ni someterse al escrutinio periodístico, que es a fin de cuentas el de toda la sociedad. Es más fácil dejar que las voces críticas se apaguen, que sean acalladas por la fuerza de la sinrazón y la brutalidad.
Cuando asesinaron hace unos meses a la periodista Miroslava Breach, Javier Valdez publicó en Twitter una frase que es como un epitafio para el periodismo libre en México: “que nos maten a todos, si ésa es la condena de muerte por reportear este infierno. No al silencio”.
No al silencio al que nos quieren condenar como sociedad quienes depredan este país hasta la última gota de sangre. No al silencio que pretende normalizar el latrocinio, la crueldad y la violencia homicida en este país.
Continuar con la labor de Javier, de Miroslava, de Regina, de Rubén, es una necesidad imperativa y un deber. Con todo y la tragedia en que se ha convertido ser periodista en México, una suerte de cronista del infierno.
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