Aunada a la de la seguridad, Veracruz sufre los efectos perniciosos de una debacle institucional de la que, en realidad, nunca salió, con todo y el discurso del “cambio” pregonado por la actual administración, que ha resultado un tremendo fiasco.
El saldo de los últimos días, cerca de 30 asesinatos de norte a sur de la entidad, no ha conmovido una sola de las estructuras del gobierno de Miguel Ángel Yunes Linares. Haciendo oídos sordos a los reclamos, el mandatario ha preferido ocuparse de hacer política y atacar a sus adversarios, en lugar de cumplir con una de sus obligaciones básicas, que es garantizar la seguridad de la población a la que gobierna desde el 1 de diciembre de 2016.
A prácticamente un año de haber tomado las riendas de un estado en ruinas, nadie con un gramo de honestidad intelectual puede afirmar que Veracruz está en una mejor situación. Y más allá de “percepciones” o de “rumores”, como afirman quienes hoy defienden lo que antes criticaban con dedo flamígero, están las malditas cifras.
De acuerdo con los informes del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, durante los primeros diez meses de 2017 se registraron mil 382 asesinatos en el estado de Veracruz, lo cual ya supera en número a cualquiera de los seis años del gobierno de Javier Duarte de Ochoa. Y la cifra sigue engrosándose. Así de grave es la situación.
De hecho, no ha habido un solo mes en 2017 en el que la cifra de homicidios dolosos sea menor a los cien. Un escenario espeluznante que en cualquier otra parte habría obligado, por lo menos, a realizar un golpe de timón en la estrategia de seguridad. Y en cualquier otro país medianamente civilizado, ya hubiera provocado la caída de los gobernantes.
Pero en Veracruz, ahora como antes, no pasa nada. Ningún funcionario es relevado de su puesto por su probada ineptitud. Y de igual manera como sucedía en ese tan cercano pasado que se condena afanosamente, como si se tuviera alguna autoridad moral para hacerlo, se reparten en otros las culpas del desastre y se criminaliza a las víctimas de la violencia que se ha sido incapaz de detener. Sin importar incluso que éstas formaran parte de la misma estructura de la actual administración estatal.
Mientras el artero asesinato de la fiscal especializada en Delitos Sexuales y Contra la Familia de la región de Pánuco, Yendi Torres Castellanos, mereció la condena unánime y firme del Instituto Nacional de las Mujeres, de organismos civiles defensores de derechos humanos a nivel local y nacional, y el de la misma embajadora de Estados Unidos en México, Roberta Jacobson, el gobierno de Miguel Ángel Yunes Linares guardó silencio.
Lo único que atinó a decir el gobernador, exactamente igual que hacía antes Javier Duarte cuando asesinaban a un periodista, fue que el crimen no tenía que ver con el ejercicio profesional de la funcionaria ultimada, a horas de haberse perpetrado, sin una investigación de por medio que soportara sus dichos.
Y exactamente igual que hacían en el sexenio duartista, en redes sociales y en correos electrónicos masivos se dio rienda suelta a una campaña para infamar a la víctima, relacionándola directa o indirectamente con grupos criminales de la zona norte de la entidad, de manera vil y cobarde. Probablemente, sea incluso el mismo sujeto encargado de calumniar desde las sombras durante el duartismo, el que hace esa tarea ahora en el yunismo. El estilo es el mismo. Y sus nexos con este grupo político datan desde hace más de diez años.
El estado de descomposición social e institucional en Veracruz es inobjetable e inocultable. Pero la clase política gobernante está ocupada en sus “asuntos”. Y no quiere que la molesten con “rumores”.
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