Es un hecho que a lo sumo en 15 días, México entrará en la fase 2 o de “transmisión comunitaria” del Covid-19 o coronavirus.
Esto significa que el número de contagios de este mal viral que se propaga por el mundo se multiplicaría por cientos entre la población que por una razón u otra quede expuesta a una infección, lo cual irremediablemente también tendrá consecuencias, en mayor o menor medida, sobre la vida de las personas pertenecientes a los grupos de mayor riesgo. Y no es catastrofismo ni amarillismo, sino las propias estimaciones de la Secretaría de Salud del Gobierno Federal.
Al momento de escribirse esta columna, el Gobierno de la República había confirmado 16 casos de coronavirus en el país, mientras que otros 82 permanecían en calidad de sospechosos. Dos de estos últimos, ubicados en el estado de Veracruz. Hasta ahora, no se ha reportado ningún fallecimiento.
Pero no hay ninguna duda que este brote infeccioso, que ya ha cobrado la vida de cerca de cinco mil personas en todo el mundo, se extenderá en nuestro país en los próximos días, por lo cual resulta urgente tomar medidas para proteger a la población en estado de mayor vulnerabilidad, como los adultos mayores o los pacientes con comorbilidades como diabetes, hipertensión arterial, obesidad o bajas en defensas.
Y es precisamente por ello que resulta incomprensible la tozuda resistencia del propio gobierno que encabeza Andrés Manuel López Obrador a reconocer la gravedad de una situación cuyo origen de ninguna manera puede achacársele, pero de cuyos efectos sobre la salud de los mexicanos sí tendrá que hacerse cargo.
Las reacciones a la defensiva del propio presidente, que acusa a sus críticos –los malvados “conservadores”- de desear un contagio masivo en México para culparlo, hacen pensar que o no tiene conciencia sobre la verdadera magnitud de lo que ya fue declarado por la Organización Mundial de la Salud como una pandemia a nivel mundial, o bien que cuenta con información que no se ha dado a conocer de manera pública. Cualquiera de los dos supuestos es bastante grave.
La negativa a aumentar las restricciones a las concentraciones masivas –en Veracruz se llevará a cabo la Cumbre Tajín este fin de semana como si nada- y hasta a reducir el número de vuelos desde países con altos índices de contagio –medida que sí fue decretada en los Estados Unidos, por ejemplo-, parecieran más intentos desesperados por mantener una calma “chicha” para ganar tiempo, que signos reales de que todo está bajo control como afirman las autoridades, cuyo manejo de otros brotes de padecimientos infecciosos, como el del dengue, no ha sido ni de cerca efectivo y muchos menos aceptable.
Los efectos de esta epidemia mundial han sobrepasado las fronteras de la salubridad y están azotando con todo la economía internacional, de lo cual evidentemente México tampoco ha podido sustraerse, al grado que lo que no logró un manejo errático y caprichoso de las finanzas públicas sí lo ha provocado el coronavirus: una estrepitosa caída de los mercados de valores y del valor de la moneda mexicana a niveles históricos.
La pregunta es si el gobierno federal y los estatales pretender esperar –como todo parece indicar- a que los brotes se multipliquen exponencialmente para tomar las medidas que una emergencia como la actual demanda, en lugar de buscar prevenir que los contagios se extiendan a niveles en los que queden fuera de control y rebasen los de por sí desmantelados servicios públicos de salud del país.
La segura propagación de este mal no forma parte de una conspiración ni de un complot. Lo que está en riesgo es la vida de miles de personas. Y ante eso, no hay consideración ni cálculo político que valga.
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