Entre los múltiples factores que llevaron al quiebre del sistema que supuso la elección de 2018 y la victoria de Andrés Manuel López Obrador, uno de los que mayor peso tuvo fue la corrupción fuera de control de los gobiernos priistas de esos años.
El infausto y saqueador gobierno de Javier Duarte de Ochoa en Veracruz cometió tal cantidad de excesos y provocó una situación tan grave en el estado, que trascendió sus fronteras y terminó “pegándole” a la de por sí maltrecha imagen de la administración federal que encabezaba Enrique Peña Nieto, que tampoco era precisamente un ejemplo de honestidad y buenas prácticas, sino exactamente lo contrario.
Los extremos a los que se llegó en Veracruz fueron tan severos, que al gobierno de Peña Nieto no le quedó otra salida para intentar salvarse del naufragio que proceder penalmente en contra de Duarte, aun cuando siempre estuvo al tanto de los desvíos millonarios, al grado de incluso haberse beneficiado de los mismos durante su campaña presidencial de 2012.
Ello, aunado a sus propios escándalos como el de la llamada “Casa blanca” –del que ya no se quieren acordar los lopezobradoristas más fanáticos y radicales ahora que Carmen Aristegui fue “expulsada” del “paraíso”-, o la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa –en la que, en sentido estricto, no tuvo nada que ver de manera directa-, provocó el derrumbe del gobierno de Peña Nieto, quien ante la inevitable derrota prefirió pactar con López Obrador y le ayudó a ganar, a cambio de la impunidad de la que hoy goza.
Como esos entretelones del poder no salen fácilmente a la luz, el movimiento lopezobradorista se autoadjudicó una pretendida “autoridad moral”, a partir de la cual fustigó la corrupción evidente de un priismo que no aprendió nada de sus 12 años fuera del poder a principios de siglo y que dilapidó lo que le hubiese quedado de capital político en el sexenio peñista.
López Obrador, en cambio, capitalizó el hartazgo popular y enarboló un discurso simple y efectista pero que finalmente hizo “clic” con el electorado masivo, que lo llevó al poder hace tres años, periodo en el pareciera que su administración se ha esforzado por hacer lo mismo que Peña Nieto: dilapidar su capital político con toda suerte de torpezas, corruptelas, actos de autoritarismo, políticas públicas trasnochadas, simulación y altas dosis de demagogia.
Las encuestas indican, empero, que el capital político del presidente sigue siendo bastante alto, en esa tradición de la sociedad mexicana de venerar al “heredero” del “tlatoani” y conferirle atributos y virtudes cuasi sobrehumanos, de infalibilidad de la que, valga decirlo, no gozan quienes están a su alrededor. Si el gobierno falla, es culpa de alguien más, no de su titular. Hasta que se acaba el poder y las cuentas terminan por cobrarse.
Pero esa pretendida “autoridad” y “fuerza moral” del lopezobradorismo solo es un espejismo; una careta tras de la cual se parapetan prácticas deleznables que cual espectros, vienen directamente de ese pasado del que en el discurso reniegan, pero que en los hechos añoran. Esos tiempos del poder absoluto, de la nula rendición de cuentas, de los “días del presidente” ensalzado hasta la cursilería más soez, como sucedió este miércoles con el monumento a su ego que el titular del Ejecutivo federal se construyó con la marea de gente que fue congregada y arremolinada en el Zócalo de la Ciudad de México para decirle nada que no le hubiese dicho ya. Un acto masivo político-propagandístico que representa el terreno en el que mejor se mueve López Obrador.
Para justificar el derroche irresponsable de dinero público en un evento innecesario -y que además ha puesto en riesgo la salud no solo de las miles de personas que asistieron, sino de todas aquellas a las que alcance el virus que sabemos se multiplica a una velocidad espeluznante-, le han llamado “informe”, aunque en lugar de “mañanera” solo fuese una “vespertina”, por aquello de que se llevó a cabo por la tarde. Dispendio imperdonable cuando persisten problemas como el desabasto de medicamentos de todo tipo en el sector salud, por mencionar uno de tantos.
Y como no podía ser de otra manera, para levantar ese “altar” de “adoración” al “amado presidente” –como algunos de sus más febriles y fanatizados seguidores lo nombran- se recurrió, ¡oh, ironías de la vida!, a las mismas prácticas de simulación y manipulación de los regímenes anteriores para aparentar espontaneidad donde no la hay.
Los “diferentes” –que en realidad son lo mismo y en varios casos también son los mismos- ocuparon una de las más priistas de todas las malas prácticas: el acarreo y la coacción hacia los trabajadores gubernamentales y los beneficiarios de programas asistenciales para que llenaran la plaza y el “líder” se solazara en su “amor incondicional”. Carretadas de camiones llenos de burócratas llegaron de todas partes del país sin siquiera intentar ocultarse. A la luz del día se exhibió la “movida”, con el cinismo que caracteriza, eso sí, particularmente a la “cuatroté”.
Veracruz, obviamente, no podía quedarse atrás y este 1 de diciembre no hubo gobierno. Los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial fueron puestos en piloto automático, las oficinas públicas se vaciaron –incluso disminuyó notablemente el tránsito vehicular en la capital- y en “caravana” altos funcionarios, directivos y empleados estatales se dirigieron al Zócalo, en día y horas hábiles. Abandono de su responsabilidad que además, ellos mismos se encargaron de documentar en sus redes sociales. La vanidad es cabrona.
Para justificarse, el gobernador dijo que el gobierno veracruzano en pleno acudió a un “acto oficial del gobierno federal” y que no había falta alguna, pues se trataba del “informe” del presidente.
Más resulta que el único informe del Ejecutivo federal reconocido legalmente es el que contempla el artículo 69 de la Constitución, que establece que “en la apertura de Sesiones Ordinarias del Primer Periodo de cada año de ejercicio del Congreso, el Presidente de la República presentará un informe por escrito, en el que manifieste el estado general que guarda la administración pública del país”, el cual se celebra el 1 de septiembre de cada año. Lo del miércoles fue un acto político-partidista, en el que no faltaron las banderas de Morena y el PT ondeando por todo lo alto. Para eso están en la “plenitud del pinche poder”.
Eso es corrupción, por donde lo vean y para donde se hagan. Tan iguales son, que la “derrota moral” que le achacan a sus contrarios es la que les terminará colocando a ellos en el mismo lugar. Histórico, político y, en una de ésas, jurídico.
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