En la ya lejana década de los 70, el sexenio de José López Portillo se caracterizó por la extrema vulgaridad de sus excesos de poder.
En plena época de la “presidencia imperial” incuestionable y del espejismo de la “administración de la abundancia” petrolera, la familia López Portillo Romano se concedía varias “licencias” que superaron lo anecdótico para instalarse en lo grotesco.
Por ejemplo, aquel bochornoso episodio en el que Carmen Romano, la esposa del presidente, hizo derribar una pared de un lujoso hotel parisino para que pudiera entrar en su habitación el piano de cola con el que acostumbraba viajar por el mundo, mientras su cónyuge disfrutaba las mieles del poder con cargo a un erario que pronto colapsaría y hundiría al país en una colosal crisis económica.
Los excesos de aquella época –como los de otras etapas en la historia contemporánea de México- eran consecuencia directa del ejercicio del poder sin medida, absoluto, que caracterizó al sistema de partido hegemónico de Estado que le permitió al PRI mantenerse al frente del gobierno durante 70 años ininterrumpidos.
Sin rendición de cuentas, sin posibilidad de alternancia política, sin una oposición competitiva y más bien testimonial –a veces, ni eso-, el sistema hegemónico priista hacía y deshacía a sus anchas. Premiaba y castigaba, hacía leyes y desarrollaba proyectos sin consultar con nadie y mantenía un férreo y violento control sobre lo que podía decirse y publicarse. La democracia era inexistente, una burda simulación.
El primer gran quiebre de ese sistema monolítico se dio con el movimiento estudiantil de 1968. Más que por el movimiento en sí, por la represión sangrienta en la Plaza de las Tres Culturas a manos de un grupo de choque paramilitar conocido como “Batallón Olimpia” –a las órdenes de la Dirección Federal de Seguridad, que encabezaba Fernando Gutiérrez Barrios- y el Ejército Mexicano.
Bajo el supuesto de la seguridad nacional, las fuerzas armadas continuaron siendo usadas por el Estado para reprimir a la disidencia política en el periodo conocido como la “guerra sucia”, durante el cual comenzaron su actividad política varios líderes y activistas de la izquierda histórica, así como otros políticos que se integraron sin problemas de conciencia al sistema.
Hoy, muchos de ellos están gobernando el país, empezando por el presidente Andrés Manuel López Obrador, que pertenece al segundo grupo, al de los que abrazaron al régimen que reprimía estudiantes y desaparecía disidentes. Hoy tiene el poder y lo ejerce junto con varios de esos militantes de la izquierda que no le encuentran problema alguno –bendito sea vivir del presupuesto- a restaurar los peores excesos de poder, la imposición, la arbitrariedad y el autoritarismo.
Negado al diálogo, autoritario por naturaleza, López Obrador pretende gobernar a golpe de decretos mientras pasa por encima de la división de poderes, de la autonomía institucional e incluso de la constitucionalidad. Si una ley le estorba, la busca cambiar; y si no puede reformarla, la ignora y la viola. Y para sostenerse, ha decidido empoderar al Ejército a niveles a los que ni Gustavo Díaz Ordaz o Luis Echeverría se atrevieron.
Como él, los que en los hechos se comportan como sus empleados, aunque legalmente sean gobernantes de estados libres y soberanos, y que en sus demarcaciones lo emulan, imponiendo legislaciones a modo o bien decididamente autoritarias, como es el caso de Veracruz.
Muchos, más de los que hubiese sido imaginable, que se quejaban por la ausencia de democracia, por la represión a la libertad de decir y pensar, por los gigantescos abusos de poder, en la actualidad los justifican, los glorifican y los cometen.
Para muestra, la exhibición este jueves del uso del helicóptero Panther con matrícula ANX-2167, propiedad de la Secretaría de Marina, para transportar a una botarga: la de la mascota de los Olmecas de Tabasco, el equipo de béisbol de los amores de Andrés Manuel López Obrador, que fue “escoltado” hasta un estadio en Macuspana –tierra de origen del presidente- por dos oficiales mujeres de la Armada de México.
El grotesco abuso, el uso de los recursos del Estado para cumplir los banales caprichos de enfermos de poder, no se diferencia de los del piano de Carmen Romano o el “orgullo del nepotismo” de López Portillo.
La vulgaridad de sus excesos define, retrata y desnuda a ambos López. Uno ya fue juzgado por la historia. El otro todavía cree que lo absolverá.
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