Por.- Roberto Palma.
No sabíamos quién daba la orden, pero en poco tiempo la timbomba desaparecía y llegaba el momento de elevar pandorga, nombre con que se conoce en esta tierra al papalote o cometa. En esos años no se vendían, por lo que teníamos que diseñarlos y armarlos. Pieza fundamental eran las ramas de las palmeras, las que algún intrépido adolescente subía a cortar aprovechando de paso a surtirnos de algunos cocos que apenas los recibíamos de las alturas eran abiertos para saborear su preciado líquido. Las varitas de esas ramas formaban el armazón sobre el que se pegarían con engrudo los papeles de china de diferentes colores y la cola que tenía el largo que cada uno deseaba. La manufactura se completaba con varios metros de cordel comprados en la tienda del chino José Chin Gong que desde su lejana tierra había venido al nuevo mundo a mejorar sus condiciones de vida. Una vez armada nos íbamos a terreno libre para echarla a volar aprovechando las corrientes de aire, pasando muchas horas de la tarde enviándole “telegramas” hechos con un pedazo de papel que se hacía llegar a través del cordel a la pandorga ya elevada. No faltaba quien llevara en sus bolsillos algunas galletas, dulces de todo tipo y algún bocadillo que compartía con todos, lo que nos sabia a gloria a esas horas de la avanzada tarde, también se acercaban los merengueros que por diez centavos nos ofrecían una muy agradable pieza de su dulce mercancía. Cayendo la tarde regresábamos a casa presurosos y llenos de orgullo si nuestra pandorga resistía los embates de las corrientes de aire y el cordel aguantaba la tensión, esperando la siguiente ocasión para disfrutar del vuelo de un artefacto elaborado por nuestras manos.
Un juego atractivo como la mayoría, era el trompo, que requería de la capacidad para elaborarlo a partir de un pedazo de madera dura proveniente de la rama gruesa de algún árbol, el indispensable clavo para colocar la punta requerida para bailarlo y un buen cordel que servía para accionar su funcionamiento. Confeccionar un trompo era algo realmente complicado. El problema se resolvía si uno conseguía el financiamiento adecuado con sus padres y de esta forma bastaba con ir a comprarlo a la tienda del chino. Una vez abierta la temporada los muchachos que no disponíamos de presupuesto nos gastábamos el filo de un cuchillo en tallar la figura del trompo poco a poco; trabajo que era por demás peligroso ya que el tallador se hería con frecuencia y ahí terminaba su labor; pero si esto no ocurría, entonces venía el remate final con la colocación de la punta del artefacto, la que se obtenía de un clavo grueso al que se le cortaba la cabeza afilándose para obtener giros estables y al mismo tiempo causar heridas severas en el trompo contrario. El juguete ya terminado era pesado, aunque esto dependía del tipo de madera con que estaba hecho, pero después de vencer esa dureza y darle forma con la lija, se sentía muy suave al tacto. Cuando le enrollaba el cordel y lo hacía bailar, giraba con mucha gracia y suavidad. Las competencias eran emocionantes pues se jugaba la vida misma del trompo, ya que se apostaba a los “mazapolazos” que eran terribles golpes de pieza a pieza hasta que uno de ellos terminaba inservible o hecho pedazos y perdía la apuesta. Cuando salía mal librado de la batalla, si era posible le restañaba las heridas. Tal era la temporada de trompo en Las Choapas. El yoyo fue otro juguete que tuvo su auge también por temporada, sobre todo durante algunas semanas escolares porque era patrocinado por la Coca Cola que para elevar sus ventas cambiaba un yoyo por alguna cantidad de corcholatas las suertes eran el yoyo dormilón, perrito de paseo, perrito mordelón, el columpio, vuelta al mundo y otras más.
Esto es sólo un breve recuerdo de los juegos de mi niñez que conforme fui creciendo cambiaron en aras de la modernidad como sucede algunas veces con los seres humanos, sin embargo, los hechos positivos y alegres de la niñez quedan grabados por siempre. El canto de las aves, en especial la calandria, el aroma de las gardenias, del huele de noche, los jazmines y las rosas que florecían en el jardín de la casa; las tardes en que acostado sobre el catre en el patio veía a las nubes desplazarse por el cielo formando figuras generadas en la imaginación, así como el golpeteo arrullador de la incesante lluvia sobre el techo de lámina en las noches de tormenta y lo más agradable de todo: la exquisita comida que mi madre preparaba para toda la familia. Resistamos amigos, la pesadilla llegará a su fin, pero depende de nosotros.