Desde siempre el ser humano ha debido luchar para conservar la vida. La historia de la humanidad es un conjunto de tentativas en la búsqueda de una vida mejor y de más estables condiciones de existencia. Los obstáculos han sido numerosos y los peligros incalculables.
En nuestra época el progreso científico y técnico ha ayudado a combatir las enfermedades y alargar el tiempo de vida, pero paradójicamente, también ha propiciado varias hecatombes como las que produjo la energía del átomo en Hiroshima, Nagasaki y Chernóbil. Así mismo, nuestros bienes, identidad e incluso nuestra vida están amenazadas por cibercriminales. También el magro progreso de las ciencias ante virus mortíferos como el Covid-19, han propiciado el mal del siglo. A lo anterior, podríamos añadir la violencia incontrolable de nuestras ciudades.
Ante estas amenazas, existen en el ser humano varios sentimientos que apuntalan el instinto de conservación, como el miedo, un sentimiento común con los animales, y el temor y la angustia ante lo inevitable y misterioso de la muerte, como algo exclusivo del hombre.
En efecto, para Martín Heidegger, uno de los más notables filósofos del siglo XX, la angustia está profundamente enraizada en la vida del ser humano.
Heidegger se inspira en el mito de Higinio: Cura llegó a la orilla de un río y modeló una figura de arcilla. Cura le pidió a Júpiter que le diera el soplo de vida. Júpiter accedió, pero luego litigaron sobre el nombre que llevaría el nuevo ser. Convocado Saturno al arbitraje, declaró: “Tú Júpiter por haberle dado la vida, lo recibirás cuando muera, como la tierra acogerá su cuerpo, se llamará hombre (humus), y puesto que Cura lo modeló que mientras viva lo posea Cura”.
Cura, en castellano antiguo, significa cuidado, solicitud, preocupación y angustia. Por “cura” traduce Gaos el Sorge alemán de Heidegger. El ser humano no puede sobrevivir a su nacimiento sin “cura”, e igualmente su crecimiento y maduración están basados en “cura”. En pocas palabras, la vida humana está profundamente marcada por la angustia o preocupación.
La angustia asume diversas formas: el cuidado (cura) en el aspecto ecológico, Besorgen, podría traducirse como “ser responsable del mundo”. La “cura” en las relaciones humanas, Fürsoge, podría denominarse solicitud. La angustia está en la raíz del ser humano, que existe como un ser arrojado en este mundo: la existencia, más que como don (Gabe), se le ha dado como tarea (Aufgabe), que finaliza con la muerte, que es la última y extrema posibilidad que acaba con todas nuestras posibilidades.
En cambio, para Miguel de Unamuno la angustia o congoja es el dolor del espíritu, el punto álgido de la vida frente al sentimiento de zozobra, ante nuestro anhelo de sobrevivir.
Para algunos psicólogos la angustia es un temor sin objeto, no es fácil encontrar el objeto de la angustia, sería una especie de respuesta a la amenaza sobre la vida, una cierta inquietud radical.
No sería adecuado que la angustia degenerara en miedo. El miedo impulsa a huir del objeto que lo produce, y puede culminar en el pánico. En cambio, el temor, otro sentimiento semejante, para la filosofía hebrea (Yirath), es el principio de la sabiduría. En contraposición al miedo, que es la expectación de un mal e impulsa a la huida, se encuentra el temor reverencial, que invita al respetuoso acercamiento: si a un salón de clase entrara una víbora todos tratarían de huir, pero si entrara Teresa de Calcuta, Premio Nobel de la Paz, nos acercaríamos a saludarla con respeto. El temor reverencial puede ir acompañado de modestia y turbación y suele coexistir con la sana preocupación por nosotros y por los demás. El temor nos ayuda a captar lo maravilloso del tiempo y su imparable fluir.
En suma, una chispa de temor disipa parcialmente los miedos y nos alienta a luchar con confianza por una vida más auténtica.
Víctor Manuel Pérez Valera