El maniqueísmo es una doctrina religiosa que tuvo su origen en las ideas de Manes (siglo III d. C.) y que se caracterizaba por creer en la existencia de dos principios contrarios y eternos que luchan entre sí, el bien y el mal, dice el diccionario de Oxford.
Sirva el tumbaburros en intento de explicar la realidad pública donde los periodistas somos noticia, quemados vivos en la hoguera del dicho presidencial, exhibidos, defenestrados desde el ombligo del odio y la división.
Cada día se nos intenta subir al tren los malos, se nos etiqueta de corruptos, chayoteros, cínicos, mercenarios y enemigos de la transformación cuarta que requiere el país.
Los cuatroteístas vislumbran un mundo sin periodistas, sin critica, ni señalamientos. En la doctrina del primero los pobres, los comunicadores se alían en aquelarres inconfesables con el conservadurismo, por tanto, hay que reducirlos a la nada, quitarles la voz, arrebatarles la pluma, borrarlos de del espectro radioeléctrico, expulsarlos del paraíso donde todos son honestos y trabajan por amor al país, viviendo en la medianía juarista como doctrina política labrada en la austeridad discursiva, suficiente para ser merecedores de la confianza a ciegas de un pueblo sabio.
El periodista se sitúa en la escala más baja en el escalafón laboral, sobrevive a las balas ordenadas desde el poder fáctico ejercido por un jefe de plaza, se libra de la violencia institucionalizada emanada del funcionario que desea encarcelarlo por ser voz incómoda; voz y palabra para quienes no tienen la oportunidad de externar inconformidades, quejas, señalamientos y demandas hacia el poder público o fáctico.
Los periodistas, mujeres y hombres que abrazamos este oficio lidiamos todos los días con el capote de la palabra lanzada al éter, plasmada en papel periódico o escrita en plataforma digital contra quienes buscan acallar nuestra voz.
Bajo la consigna de Manuel García Cuesta, “El Espartero”, el periodista, la reportera, salen a la calle a conseguir información, resilientes con la dura realidad, piensan en el “más cornadas da el hambre”, consigna del matador sevillano, muerto -paradojas de la vida- por la cornada de un astado en la Plaza de Toros de Madrid.
El periodista no trae un AK-47 cruzado en el pecho, tampoco esconde granadas de fragmentación en las bolsas del chaleco, no se hace acompañar más que por el Santo Niño de Atocha o la Virgen de Guadalupe si es católico y por la razón, buena fe y templanza si es ateo.
Es él, ella y su palabra. Su única defensa es la dignidad, su escudo invisible es el prestigio; tiene la obligación de caminar en la angosta vereda de la ética, está destinado a andar en la espinosa trocha de la honestidad.
Hay periodistas malos, sí. En todas las profesiones u oficios de la vida hay personajes de baja ralea que denigran una actividad, que venden silencio, amenazan con campañas difamatorias si el hombre o mujer pública a cambio de un cochupo, chayote o embute.
El periodista es falible, es un ser humano que camina por la vida en el alambre de las vicisitudes, con una pértiga al hombro en cuyas puntas cuelgan dos talegas, la de la izquierda contiene sus vicios; el costal de la derecha, sus virtudes. El chiste radica en no perder el equilibrio.
El periodista no debe enderezar campañas a favor o en contra de nadie, no desea jamás intervenir en controversias, no respalda ni se opone a ninguna causa, sólo informa apegado al hueso de la objetividad.
La preparación con datos, cifras, hechos comprobables, fuentes citables, debe ser ritual para el periodista si quiere evitar desaguisados o recibir una clase de periodismo del poderoso, envuelto en cauda sexenal de impunidad, mareado por loas y vítores de achichincles, eminencias grises y demás fauna burocrática que cree que la teta del erario es inagotable y eterna.
“La democracia muere en la oscuridad” reza el slogan del periódico The Washington Post; esta es la razón para no cejar en el empeño informativo, aún a costa de la más preciada de las libertades del individuo: la vida.
El periodista no es el culpable de yerros o disparares del funcionario en turno; tampoco es cómplice silente de quienes nadan en el caudal público bajo la bandera del no robar, no traicionar, no engañar al pueblo, desvíen dinero a empresas familiares, tampoco legisla ni gobierna; sólo informa.
Matar al mensajero es frase hecha pero letal, vigente, regla no escrita, recurrente en la práctica para quienes ejercen el poder público o fáctico.
Son días inéditos, la hoguera arde, la muchedumbre quiere sangre en este espectáculo deprimente, ofensivo que busca dividir al país en buenos y malos ciudadanos, que busca excluir la critica como la peste que mancha, que contamina a funcionarios que se dicen exentos de las tentaciones del poder.
La historia los juzgará. En tanto, los periodistas seguirán en su trabajo informativo, enfrentándose al poder, desmenuzando la realidad oculta en el discurso, alumbrando a una democracia que se tambalea ante el empuje del mesianismo absolutista del están conmigo o están contra mí.
Ya no queremos ser mártires, ni carne de cañón en este recuento mortal que sitúa a México como el país más peligroso para ejercer esta actividad. La aspiración es que se cumpla el precepto constitucional de trabajar con libertad de expresión, sin el ánimo a salto de mata ni el espíritu estrujado, tampoco con el pensamiento recurrente de ser tomado como amenaza para el status quo en los búnkeres de analistas que confeccionan listas de periodistas aliados y comunicadores incómodos para justificar la chuleta.
Los periodistas también deseamos caminar hacia el bien común, hacemos la chamba si ser legisladores, togados o gobernantes, en el deseo colectivo de que todos vivamos en paz, cada quien, en el ámbito de su competencia, sin las inequidades que brinda el poder abusivo y abusador en contra de una mayoría inerme, sin más defensa que la palabra hablada o escrita, plasmada por el periodista.
Que así sea.
@ManoloVictorio