En las universidades, en las oficinas, en las startups y hasta en el sector público, una sensación silenciosa carcome a miles de profesionales: la de no merecer su propio éxito. A esto se le conoce como síndrome del impostor, un fenómeno psicológico en el que la persona es incapaz de internalizar sus logros y vive con el temor constante de ser “descubierta” como un fraude, a pesar de tener evidencia objetiva de su competencia.
Aunque pueda parecer un asunto de salud mental o de desarrollo personal, el síndrome del impostor tiene implicaciones económicas profundas. En primer lugar, afecta la productividad individual. Las personas que lo padecen suelen sobretrabajar, autoexigirse más allá de los estándares razonables y evitar nuevas oportunidades por miedo a fracasar. Esto, en el corto plazo, puede parecer eficiencia; pero en el largo, se traduce en burnout, rotación laboral, y pérdida de talento.
Normalmente las personas con experiencias de discriminación en todos los sentidos, tienden a ser las más vulnerables al síndrome del impostor debido a la falta de representación en posiciones de poder. Esto no solo afecta la equidad, sino que también limita la diversidad en la toma de decisiones estratégicas. Desde un punto de vista económico, esto significa que los sistemas productivos están subutilizando el talento disponible, afectando la innovación y la competitividad de las organizaciones.
Además, el síndrome del impostor influye en las decisiones salariales. Quienes lo padecen tienden a no negociar aumentos, a subvalorarse y a aceptar condiciones laborales injustas. Esto perpetúa brechas salariales y reduce la movilidad social, generando un entorno en el que el talento no se traduce en mejores condiciones de vida ni en aportaciones óptimas al desarrollo económico.
Desde la economía conductual, sabemos que la percepción que las personas tienen sobre sí mismas afecta sus decisiones de inversión, consumo y emprendimiento. Un joven que se percibe como “no suficientemente bueno” probablemente no tomará el riesgo de iniciar un negocio, aun teniendo las capacidades y la preparación para hacerlo. El resultado: una economía menos dinámica, menos creativa y menos justa.
El síndrome del impostor de acuerdo a diversas estimaciones, puede ir desde un 20% hasta llegar a representar un 60% de un ingreso potencial por lo que el costo de oportunidad es altísimo.
La solución no es sencilla. Se necesita que las instituciones educativas, las empresas y los gobiernos reconozcan que el bienestar psicológico también es productividad. Invertir en mentorías, redes de apoyo, políticas de equidad y ambientes laborales sanos no es un lujo: es una necesidad económica.
Hablar del síndrome del impostor es hablar de desarrollo humano, pero también de eficiencia económica. Si queremos una economía más fuerte, más inclusiva y más inteligente, debemos dejar de castigar la inseguridad y empezar a cultivar confianza informada, reconocimiento colectivo y estructuras que validen el mérito real.
Porque a veces el mayor obstáculo para crecer no es la falta de capacidad, sino la incapacidad para creer en uno mismo.
@EdgarSandovalP
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