Desde que Agustín de Iturbide nos dio patria, independencia y nombre, México ha sido un país de complicaciones en formación institucional y de formación cultural, pudiéndonos remitir al choque de ideas entre calvinistas y luteranos donde a partir de estas formaciones ideológicas se sustentaron, tanto la conquista en México, como la colonia en Estados Unidos; lo curioso es que aun después de tantos años, esta ideología, sigue presente en la base del desarrollo social, cultural y sobre todo económico de cada país.
México cuenta con datos confiables -por decirlo de alguna forma- a partir de 1990 con el censo de ese año, haciendo énfasis en la transformación que representó el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, ya que este periodo significo la realidad sobre los cambios hechos en el sexenio del Miguel de la Madrid. Es decir, ya a partir del 89 pudimos ver resultados del cambio de modelo socioeconómico donde si bien teníamos tasas de crecimiento altas (en comparación con las de ahora) también teníamos déficit públicos altísimos al igual que inflaciones irracionales y volatilidad en el tipo de cambio, la cual a partir de la primicia de crecer hacia fuera, no nos podíamos permitir.
Con la entrada del nuevo modelo su funcionamiento se basaba en una integración de variables, principalmente; la apertura comercial con diversos tratados y acuerdos comerciales y la otra con el fortalecimiento de las exportaciones mediante el aumento de la producción de bienes y servicios, aprovechando nuestras ventajas comparativas, esto por dos vertientes.
La primera a partir de la eliminación de las cargas presupuestales que significaba tener empresas improductivas en el Estado, dando pie a las privatizaciones, así se eliminaba el déficit público pudiendo destinar una mayor cantidad de recurso público en la creación de infraestructura con una política fiscal expansiva, construyendo carreteras, hospitales, escuelas, etcétera. Aplicando esta acción no se perdían empleos, los niveles y cadenas de producción seguirían intactos, permitiendo el desarrollo tecnológico y de innovación a partir de un esquema de compra tecnológica por parte de privados.
La segunda era inercial, es decir sólo aprovecharía la infraestructura que se construyó a partir de la política fiscal expansiva y a partir de la apertura comercial que se daría con este nuevo modelo, es decir, quien ya tenía empresas aprovecharía todas estas nuevas oportunidades.
En materia social, donde la política económica no llega, llegarían los programas sociales, dado que ya no haría falta subsanar el déficit, se tendría recursos para apoyar a las clases más vulnerables, por ello, a partir de la década de los 90 empezamos a ver los primeros programas sociales.
La idea y modelo no era mala, lo malo fue la generación de brechas de desigualdad muy marcadas, es decir la brecha se amplió hacia el lado de las clases más privilegiadas, no por culpa del modelo, sino por culpa de los tomadores de decisiones de ese periodo, que en lugar de formar cooperativas para un desarrollo integral, formaron emporios y carteles empresariales marcando más un capitalismo jerárquico donde la influencia de estos cotos de poder llega no sólo a lo económico sino también a lo político y cultural, donde se llegó a crear la idiosincrasia del goteo, donde el empresario pensaba que por dar trabajo hacía un favor, siendo las gotas que se derramaban del vaso los beneficios a los que podían acceder los trabajadores.
El paradigma económico-social sigue hoy muy vigente y marcado, siendo la bandera de cambio en toda administración pública, quedando como la eterna asignatura pendiente, y no es que no se haya avanzado, es sólo que mientras la desigualdad se note siempre en detrimento de las clases más vulnerable y sumado a esto, se marque el beneficio sobre las más acaudalados, será siempre, un fracaso económico de todos los sentidos.