Es viernes –el pasado viernes– por la noche. La ciudad se ve animada, según por donde voy transitando. El bullicio del fin de semana se palpa. Yo me dirijo al Centro de Especialidades Médicas (CEM). Un hijo mío, Jesús Antonio, Toño, me ha convencido de que más vale que me chequen pues he estado sintiendo dolores fuertes en el estómago, lo que atribuyo a que finalmente me ha dañado medicamento que he estado tomando para los bronquios.
Pienso que ya no es una simple gastritis sino que se me ha abierto una úlcera. Con Riopan y ranitidina me he estado ayudando y mantengo la esperanza de que me van a aliviar.
Pero le doy la razón a mi hijo porque además no se me quita una tos cuata que durante toda la semana me ha estado afectando y que casi no me ha dejado dormir. Voy con la esperanza de que el médico por lo menos me calme los dolores y las molestias para pasar bien la noche que ya luego iré con el especialista.
Llego a urgencias (como trabajador de la Universidad Veracruzana tengo derecho también al servicio médico, para lo cual nos asignan un área especial con un médico dedicado al personal de la UV, pero para esto ya es muy tarde) y me encuentro con otro bullicio, el típico de los hospitales con muchos familiares esperando noticias o al pendiente de sus enfermos, pero también los que van por sí o por algún familiar a consulta de urgencia.
Se ve que hay mucho movimiento. Las butacas están llenas. En un pasillo ya hay algunos hombres con aspecto de campesinos o indígenas durmiendo en el piso. Afuera hay grupos, corrillos de otros más. Algunos cenan pan y toman atole, otros café. Todo indica que van a velar toda la noche y se preparan para una larga jornada.
Por fin me formo en la cola que va al módulo de recepción de documentos y no es ninguna sorpresa que me encuentre a conocidos, uno de ellos un viejo publicista que lleva una nieta porque tiene mucha diarrea, vómito y fiebre. Pasamos uno a uno y cuando me llega mi turno muestro mi talón de cheque de la UV y mi credencial y solicito el servicio.
Una empleada, una mujer de mediana edad me atiende. Me pongo a pensar lo pesado que debe ser pasar un fin de semana toda la noche trabajando como ella. Pero me sorprende hallarla de buen talante. Me trata con mucha amabilidad y hasta con una sonrisa. Ve lo que le muestro, me pide datos, llena alguna forma y me pide que espere porque no hay médicos.
¡Cómo!, reacciono. ¿No hay médicos disponibles? Sonriente me vuelve a decir que no, que lo que pasa es que no han llegado y que quién sabe si lleguen. ¡Cómo!, vuelvo a exclamar. Sí, mire (se ve el reloj que trae en la muñeca) qué horas son y no han llegado. ¿Pero cree que lleguen?, insisto. De buena manera me responde que es que debieron estar desde las ocho de la noche y para esto ya van a dar las diez. ¿O sea que podría ser que no llegaran?, vuelvo a preguntar. Resignada me dice que sí.
Decido no ponerme a esperar. Como que el rostro de la mujer me ha dicho: sabe qué, no van a llegar. Mi hijo me propone entonces llevarme al servicio médico del ISSSTE (él es derechohabiente y yo su beneficiario), pero me quedo pensando en mi viejo amigo con su nieta y todos los que antes y después que yo han ido en busca de servicio médico. Yo tengo otra opción por lo menos, ¿pero ellos?
Ya se sabe que está prohibido enfermarse un fin de semana y sobre todo por la noche. Es dificultoso hallar a algún médico particular disponible, menos a un especialista. Me pregunto si el director y el subdirector del CEM sabrán lo que pasa en la institución bajo su responsabilidad; si alguna vez por curiosidad se han ido a dar una vuelta para conocer de cerca y en directo lo que vive la población; si estarán enterados de la irresponsabilidad del personal, de las anomalías en el servicio; de lo mal que por culpa de unos cuantos pone en entredicho a todo un sistema de salud y al gobierno al que pertenecen.
En el servicio médico del ISSSTE hay menos gente pero también son bastantes personas las que solicitan consulta. Mi hijo solicita el servicio (llevamos documentos de identificación) porque tememos que como no he entregado una copia para quedar plenamente afiliado me digan que no se me puede atender. Pero no. Quiero creer que anteponen el sentido humano y me enlistan.
Tardo en pasar pero me atiende de la mejor manera la doctora Martha Castillo. Habiéndome escuchado y checado (me explora la espalda con el estetoscopio y me toman la presión) y hecho el diagnóstico ordena que me apliquen chica inyección (una ampolletota y una agujota) en la vena, para calmar el dolor de mi estómago, me explica cuando le pregunto para qué. Me receta, me hace recomendaciones y me voy al menos con el alivio de haber sido atendido.
Lamentablemente yo no tengo las posibilidades económicas de al menor síntoma tomar el avión e irme a Nueva York o a Houston o a alguna ciudad importante de los Estados Unidos a ver a médico que me hayan recomendado o a hospitalizarme. Pero como yo, millones tampoco. Y esa es nuestra triste realidad.
Anoche, este domingo en la noche, todavía me persiste el mal de mi garganta, la tos seca, pero me han cesado totalmente los dolores en mi estómago y siento que evoluciono mejor aunque todavía me siento medio apendejado e incluso durante el día no me he sentido con ánimos ni con la claridad para escribir hasta por la noche cuando decido platicarle al lector lo que vive un ciudadano cualquiera, común y corriente, cuando de repente en fin de semana y por la noche enferma él o algún familiar y se requiere médico de emergencia.
Me pregunto si el propio personal del CEM habrá pasado algún reporte de que los médicos a quienes les tocaba el turno el viernes por la noche no llegaron a la hora y si lo hicieron quién sabe a qué horas o si de plano no llegaron. Me pregunto si será el común y si por complicidad, o por no meterse en problemas, o porque no es algo que corresponda a su área de responsabilidad no reportaron ni reportan nada. Luego entonces el CEM funciona a la perfección. Están engañando a sus jefes. Peor, están fallando a la población.