(El viernes 29 de mayo la Casa Blanca dijo que el presidente Barack Obama mantiene su expectativa de ser el primer mandatario estadounidense en visitar Cuba tras el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre los dos países. Ya visitó la isla el presidente francés Françoise Hollande, el lunes regresó la línea española Iberia, se ha autorizado ya que viajen ferrys con pasajeros desde los Estados Unidos, han llegado ya misiones de empresarios norteamericanos, visitará el país el Papa Francisco, en febrero ya estuvo Paris Hilton, y la semana pasada causaron revuelo en La Habana la cantante Rihanna y la mítica fotógrafa estadounidense Annie Leibovitz, mientras que el politólogo de Harvard Jorge Domínguez afirma que Cuba podría convertirse en la Singapur del Caribe.
Pronto, en la isla, ya nada volverá a ser igual. A finales del año pasado estuve en La Habana, que pronto dejará de ser La Habana reflejo del aislamiento al que sometió a todo el país el gobierno norteamericano. Entonces escribí un largo artículo que ahora, por su oportunidad, recobro en dos partes y que dejo como testimonio de esa Habana que pronto será motivo de nostalgia y gratos recuerdos.)
La Habana, Cuba. Tenía 26 años que no regresaba a Cuba. Inesperadamente, en noviembre pasado volví con un grupo de amigos, Héctor, un cubanólogo y excelente guía, mexicano que ha vivido aquí varios años muy vinculado a la Unión Nacional de Periodistas de Cuba; Aldo, apacible y muy buen compañero; y Romeo, aficionado, como yo, por el son montuno cubano.
Muy lejos estaba aquel viaje por mar cuando en 1988 el comandante Fidel Castro invitó a su amigo Fernando Gutiérrez Barrios, entonces gobernador de Veracruz, a enviar a una delegación artística y cultural a la celebración de un aniversario más del asalto al Cuartel Moncada en Santiago de Cuba en 1953 y a participar en el carnaval habanero, de la que formé parte.
Fue entonces una travesía de tres días, cuyas noches, en pleno altamar, fueron el mejor escenario para el mejor cabaret que podíamos haber tenido con músicos variopinto de la Universidad Veracruzana, porque entonces el comandante nos envió a traer en un buque escuela que antes había pertenecido a la reina de Holanda y que tenía tres pistas, que nos quedaron chicas; festejos nocturnos a los que se sumó prácticamente toda la tripulación cubana, con excepción de uno o dos que alimentaban las calderas, que de milagro y no fuimos a parar a otra parte.
En aquella ocasión, tan pronto desembarcamos y nos alojamos en el famoso e histórico Hotel Nacional, se nos indicó que bajáramos enseguida porque habría una recepción para nosotros, que para nuestra sorpresa no fue una ceremonia con discursos de Fidel, sino una fiesta a base de mojitos y la música de la también famosa e histórica orquesta de Enrique Jorrín, el creador del chachachá que actuó en el auditorio hoy ya transformado en el cabaret Le Parisien, uno de los principales atractivos nocturnos de La Habana.
Estoy plenamente convencido de que vine en el mejor momento, en medio del anuncio del restablecimiento de relaciones diplomáticas con Estados Unidos rotas desde 1961, cuando yo era un chamaco de once años que vivía en aquel Coatzacoalcos al que todavía se llamaba Puerto México indistintamente y que a medida que recorro de nuevo La Habana y parte de la isla no dejo de evocar por su gran similitud, incluso por sus coches del mismo modelo que circulaban en el puerto del sur veracruzano también en aquellos tiempos; regresé en el mejor momento porque no tarda en normalizarse el libre flujo de turistas gringos, que cuando se deje venir la avalancha de yanquis se acabará esta vida apacible que hace de este lugar un verdadero paraíso tropical, aun con todas sus carencias, que en realidad para el visitante no existen.
No es lo mismo, sin embargo, venir de turista que de paseo. Al turista (hay mucho turista, sudamericano, canadiense, serbio, mexicano, europeo, chino, japonés, español…) lo llevan en tour a conocer y ver lo que quieren que vea y conozca y poco se asoma a la realidad que aquí se vive; el paseante va a donde quiere, máxime si tiene a un guía experto como es mi caso.
Caliente en primavera, verano y otoño, ahora los días son cálidos, a veces sopla viento, pequeñas rachas de norte, incluso un día nos llueve por un momento, pero para el xalapeño que viene huyendo del frío en invierno esto le resulta más que agradable, cuando el termómetro se estaciona, cuando más, en 22 grados centígrados. Cuando la temperatura aumenta por el calor humano, en lugar de aire acondicionado busca uno el alivio en un mojito o en un daiquirí, que acá, en toda la extensión de la palabra y porque no encuentro un mejor calificativo en idioma español para calificarlos, no tienen madre, y más si se degustan con soneros al lado que aquí pululan como los guitarristas en las cantinas de México (en varias partes del mundo donde he estado, en especial en Europa, sorprende y no deja de ser satisfactorio como mexicano escuchar siempre en los grandes centros nocturnos el Cielito Lindo –en Venecia he visto llorar a muchos a los que les invade la nostalgia–; en La Habana, lo mismo en Habana Café –sede del colectivo musical internacional Buena Vista Social Club–, que en Le Parisien, que en el Tropicana, es infaltable Bésame Mucho, de Consuelito Velázquez).
Recuerdo que hace 26 años, el comandante Fidel Castro no sólo nos dio una gran recepción con mojitos y la orquesta de Enrique Jorrín, sino que, aparte, como un gesto de agradecimiento para su gran amigo Gutiérrez Barrios, nos obsequió pesos cubanos, cantidad entonces si bien modesta para nosotros no lo era para los habitantes de la isla, además de que florecía el mercado negro, cuando nos cambiaban un dólar por seis, siete u ocho pesos cubanos, o más. Por eso me extrañó cuando el guía Héctor me advirtió que no comprara dólares en México, que no los llevara; que llegara con pesos mexicanos: es que en la isla castigan todavía la transacción con dólar norteamericano con un cargo de 10 por ciento, que no le imponen a nuestra moneda, si bien el CUC, la moneda cubana, se cotiza, con respecto a nuestro peso, más caro: ahora está en un promedio de 16 pesos. Cosa curiosa porque, en cambio, si uno no se gasta todos sus CUC, antes de salir del país los cambian ¡y le devuelven dólares!
Entonces se producían pocas marcas de rones, casi sólo el Matusalén, fuerte, para los trabajadores cubanos, cuyo precio equivalía a un mes de salario de ellos. Hoy existen muchas marcas, en especial y muy sabrosos los rones de Santiago de Cuba. En aquel entonces todavía quedaban huellas de la presencia rusa, secuela de histórica Guerra de los Misiles.
Por aire, desde la ciudad de México, en dos horas y cuarenta minutos está uno en el Aeropuerto Internacional José Martí, de Rancho Boyeros, con instalaciones y equipo modestísimos (el Heriberto Jara Corona, de Veracruz, al lado de éste, es de súper lujo), en donde nuestras maletas la trasladan del avión a la banda de equipajes en una vieja camionetita de redilas.
En el avión no he querido comer el cuernito con jamón que nos han dado, ni la natilla, pero cuando han pasado las azafatas recogiendo los restos he pedido que no retiren mi caja ni la de un compañero. Cargo con ellas y cuando llego a la sala para pasar la aduana veo a una agente cubana, joven, guapa como todas, a la que le pregunto si va a estar ahí, si puedo dejar un momento mis cajas y mi maleta mientras voy al baño, un pequeño baño con apenas tres urinales, más modesto que el baño de una casa de clase media de Xalapa. Me responde afirmativamente.
No tardo y ya de vuelta tanteo el terreno. Le pregunto si al cruzar la aduana y regalar las cajas no se ofendería a quien yo se las ofreciera. Me dice que no, pero de inmediato me pide que por favor se las regale a ella. No cabe duda, en muchos aspectos, Cuba no ha cambiado en 26 años. La joven que revisa mis documentos, igual, de la forma más discreta me pregunta si le puedo obsequiar algo.
De que hay necesidad, sin duda. De que hay escasez, también. De que hay pobreza, depende de lo que uno entienda por pobreza y por riqueza. Pero no hay miseria. Ni niños desnutridos ni harapientos, ni pordioseros. Todo cubano, todo, se ve saludable, y ya ni se diga las cubanas, sanotas como decimos en México. Nadie se muere de hambre. La leche, aquí, está garantizada para todos los niños, sin excepción, así como para todos los adultos mayores, así como la medicina y los centros hospitalarios, para toda la población.
Quien viene por primera vez de un país capitalista sufre un choque cultural: no hay tiendas, comercios, de ningún tamaño. Aquí no se conocen los alimentos chatarra como los que venden hasta en los tendajones en México, sin bien ya se vende la coca cola en forma generalizada en los centros turísticos, a diferencia de hace 26 años cuando vine por primera vez y sólo vendían TuKola, la coca cola cubana, que además se agotaba.
Frente al hotel Meliá Cohiba, en la zona del Vedado, donde me alojo en este viaje (el Hotel Nacional está lleno), está el único súper –por llamarlo de alguna forma– que veo en la ciudad: el “Forum”, donde venden estrictamente lo indispensable en cuanto a comestibles (la única marca mexicana que encuentro es la de los jugos Jumex), zapatos tenis y prendas, unas cuantas, así como bolsas para mujeres, que cualquier closet de una señora adinerada de Las Ánimas en Xalapa es una súper boutique de lujo, prendas modestas que, pienso –a lo mejor quiero ser indulgente con las hermosas cubanas–, por lo demás le son suficientes pues aquí sí vale aquello de que lo que cuenta es la percha: no necesitan de ningún artificio para lucir sus encantos.
En realidad, en La Habana, en Cuba (hablo de las mujeres de Cuba, no de las de México, que también tienen lo suyo) no sabe uno qué admirar de las cubanas, si su belleza, si sus cuerpos, si su sonrisa, si lo gracioso de sus hablas, si su carácter. Acá no hay cubanas gordas (ni cubanos gordos), acaso porque comen sano y sólo lo estrictamente indispensable, como no hay niños con dientes cariados porque no comen dulces, porque no los hay. Cuando llegamos al Restaurante Polinesio, frente al Hotel Habana Libre, en el corazón de La Habana, me quedo sorprendido por la hostes que nos recibe. No me contengo y le dijo a la joven que nunca esperaba que saliera a recibirme Paris Hilton en persona.
A la cubana se nota que le halaga, que sabe quién es Paris Hilton. En el Restaurante El Templete, el favorito de la embajada española (mantiene reservada permanentemente una mesa en el interior), en el paseo marítimo del malecón, en la parte vieja de La Habana, nos cae muy bien Elena, una joven mesera, güerita, acaso de las pocas cubanas chaparritas que vemos, pero con un encanto y un carácter que seducen. No sé por qué, pero acá viendo a las hermosas y graciosas cubanas recuerdo a mi amigo, colega y viejo compañero de correrías, el maestro Luis Velázquez Rivera.
Es posible ajustarse al presupuesto del que uno disponga. He vivido el contraste: he estado en el Hotel Nacional y ahora paro el Meliá Cohiba, quizás los mejores de Cuba, cinco estrellas los dos, pero también pude haber llegado a un departamento; lo mismo me ha pasado con la comida: he estado en famosos restaurantes, en donde no falta la langosta en sus platillos (es más barata que en México), que en los modestos “paladares”, una especie de fondas en donde a particulares les han autorizado poner cuatro o cinco mesas y ofrecer ese servicio. En todos los lugares se vive el buen trato y la simpatía que hay con los mexicanos, en especial con los veracruzanos. En realidad, ya sea en hotel o en departamento, uno no viene para estar encerrado. Cuba, La Habana, hay que vivirla, recorrerla, a pie si es posible.
Para el visitante es fácil el traslado en coche, que se puede alquilar, aunque también se puede uno insertar en la vida diaria del cubano viajando en “la gua gua”, el autobús cubano, e incluso hay rutas prestablecidas de una especie de “peseros” cubanos, coches de particulares autorizados para dar el servicio de transporte público, que es muy escaso. Quien puede, puede optar también por moverse en bicicleta. Buena cantidad de visitantes gasta alquilando los coches de los años 50 que quedaron al triunfo de la Revolución y que hoy son objeto de admiración y hasta veneración, porque se conservan intactos y con todas sus piezas originales funcionando, incluidas sus entonces pequeñas calaveras traseras. De todos modos, no me queda duda que el cubano tiene que caminar mucho para trasladarse y quizá a eso se deba su buena condición física.