La Habana, Cuba. Nos movemos por las calles de La Habana en un compacto coreano automático. Con Héctor como guía optimizamos tiempo y vamos para todos lados. Conoce la ciudad como la palma de su mano. Nos da repaso de historia, de anécdotas, de personajes. Conoce los restaurantes a los que hay que ir para tener la mejor muestra gastronómica. Nos guía a lo mejor de los centros nocturnos y espectáculos de La Habana.
En la zona del Vedado, una tarde, de pronto veo una figura que creía desaparecida: la de un vendedor de maní. Trae en la mano un puñado de cucuruchus, de cucuruchitos hechos con hojas de papel bond (o parecidas), que enrollan y en la oquedad que queda la rellenan con pequeños cacahuates, pelados, chiquitos pero de muy buen sabor, muy distintos a los industrializados que venden en México.
Lo llamamos, corre a vernos antes de que se quite el rojo del semáforo. Le preguntamos cuánto cuestan, pero no hay tiempo para más: se ha puesto el verde. Le damos un CUC, que seguramente para él es una fortuna, y nos da toda su mercancía. Toda la tarde será comer cacahuates para nosotros y yo evocar el famoso “Manicero”, un ritmo que todavía bailo porque es infaltable en las fiestas tropicales de Veracruz.
Pasamos una y otra vez, recorremos la Quinta Avenida, que cruza el exclusivo sector de Miramar, donde está la embajada de México y casi todas las embajadas, avenida que imita la de Manhattan porque fue diseñada por el arquitecto norteamericano John F. Duncan, autor del monumento al presidente Grant en los Estados Unidos. En dos ocasiones, fuera de lo común, veo policías apostados en las esquinas de la larga avenida –17 kilómetros–. A mi extrañeza la medio responde Héctor, el guía, diciéndome que seguramente van a pasar funcionarios cubanos.
Entonces hago las únicas preguntas que, ahora creo, estuvieron fuera de lugar: ¿dónde queda la residencia oficial?, ¿dónde vive Fidel Castro?, ¿dónde Raúl Castro? Es la única vez que Héctor hace como que no me escucha. Reacciono, recuerdo y entiendo. Nadie sabe. Nadie debe saberlo. Los gobiernos norteamericanos siempre quisieron eliminar en especial a Fidel. Muchos agentes deben seguir en su intento. Traidores nunca faltan. Cambiamos de tema.
En esa misma avenida, un domingo, me toca presenciar una protesta de las famosas Damas de Blanco, un movimiento ciudadano que reúne a esposas y otros familiares de presos cubanos, considerados generalmente como presos políticos. Marchan también pidiendo más libertades. Nadie se mete con ellas. También, por lo que advierto, el resto de la población las ignora.
Pero igual veo transitar por aquí los viejos pero lujosos coches de los años 50 venidos de los Estados Unidos que ahora los rentan sus dueños o los alquilan como taxis y son los preferidos por los turistas. Sorprende ver, por ejemplo, que las calaveritas de entonces todavía encienden y están intactas.
Pero también he ido a la Marina Hemingway, un sector de actividades náuticas, donde encuentro que en especial es un área de hoteles y departamentos para turistas, sobre todo canadienses, que viajan con sus veleros hasta este paraíso tropical. Aquí encuentro otro centro comercial, aunque es más para los visitantes, con más productos.
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Los empresarios hoteleros españoles apostaron bien. Cuando decidieron invertir en Cuba y construir sus hoteles, el gobierno norteamericano los emplazó y los amenazó: si venían a la isla les cancelarían los permisos que tenían en Estados Unidos. Prefirieron Cuba. Hoy tienen 26 hoteles en todo el archipiélago, uno de ellos el Meliá Cohiba donde paro. Cuando llegue el flujo de turistas norteamericanos su negocio seguramente se les incrementará, aunque es casi seguro que tengan competencia de las grandes cadenas hoteleras transnacionales.
Forma parte del Meliá el famoso Habana Café, donde uno vuelve a los años 50 por su decoración vintage. Aquí se ha detenido el tiempo y es la sede, cuando estoy en La Habana, de toda la banda musical Buena Vista Social Club, dirigida por Jesús “Aguaje” Ramos, donde todavía tocan Manuel “Guajiro” Mirabal o Barbarito Torres, unas leyendas de la música cubana. Decía, he venido a tiempo y en el mejor momento, porque luego de que en agosto de 2014 dieron por concluidas sus presentaciones en el extranjero, en Estados Unidos (la última en México fue el pasado 5 de febrero ), en este 2015 cerrarán su ciclo en La Habana.
He preguntado por Omara Portuondo, conocida aquí como la Edith Piaf cubana, tan buena como Celia Cruz. Me dicen que está actuando en Barcelona, aunque ya lo hace con dificultades a sus 83 años, pero esperan que esté para el fin de ciclo. Mientras, canta Idania Valdés, hija de Amadito Valdés, a sus 31 años digna sucesora de aquéllas, quien me tiene boquiabierto durante toda su actuación: por su voz, por su gracia, por su cuerpo, por su sensualidad, por sus movimientos cuando da unos pasos de baile.
Acá evoco y agradezco entonces a mi joven maestra de baile de salsa, la bailarina de Jarocho, Perla Hernández. Sentado a pie de pista no sólo me pasan el micrófono para hacer un solo y entonar parte de Bésame Mucho, sino que me doy el lujo de subir al escenario a bailar nada más y nada menos que con Buena Vista Social Club y con una cubana que no ha querido que lo haga yo solo. Recuerdo las lecciones, los consejos de Perla y me aplico. Estoy seguro, eso pienso, que he estado a la altura. En este mismo escenario, el día 20 de diciembre, ha actuado Pablo Milanés.
Como si eso no hubiera sido suficiente, a la noche siguiente sigo mi parranda en Le Parisien, el famoso cabaret del legendario Hotel Nacional, donde ofrecen un show “Cubano, Cubano” , en donde muestran la fusión de las culturas indoamericanas, hispanas y africanas y cuyo repertorio musical incluye ¡el Rey!, de José Alfredo. No podía ser de otro modo. Está totalmente transformado. Lo conocí en 1988.
Continúo en mi tercer noche en el Tropicana, que ya también conocía, pero ahora me parece mejor el servicio y con suficiente comida y bebidas, a diferencia de hace 26 años cuando se agotaba todo, hasta el hielo, antes que terminara el show.
Aquí he visto cómo funciona la camaradería. Por alguna razón no han respetado la reservación y cuando llegamos está casi lleno, de turistas, lógicamente. Entonces entra en acción Héctor. Les dice que somos no sé quiénes, él se identifica como amigo y aliado de Cuba, y pum, nos llevan a una mesa a pie de pista. Para qué.
Tantas y tantas bailarinas, hermosas cubanas, con cuerpos esculturales, llenas de gracia, me aturden. A mi edad. Nuevamente me acuerdo de Perla Hernández, de la salsa casino, de sus pasos (ella llegó tras de mí a La Habana para tomar un curso de baile cubano). Me tranquilizo de ver tantas bellas mujeres juntas cuando, en medio de ese bosque convertido en escenario natural, de pronto se queda a oscuras porque apagan todos los reflectores multicolores, se hace el silencio y como un quejido irrumpe de pronto y rebota de árbol en árbol hasta llegar a nuestros oídos, el solo de un sax que interpreta Bésame Mucho, que enmarca la actuación de dos contorsionistas cubanos, que nada piden a los que uno ve en París o en Las Vegas.
A mis amigos les causa risa cuando les hago notar que cerca de nosotros está un chino con su familia, con chico puro en su boca. Seguramente, les digo, lo hace por imitación, porque, claro, venir a Cuba y no probar y disfrutar de un buen habano es como no haber venido; porque él seguramente en su país le pega duro pero al opio, les agrego.
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Aún disfruto el daiquirí del bar del Floridita, bar restaurante que data de 1817. Aquí he pasado una tarde inolvidable que si por mi hubiera sido y no hubiera tenido otra cosa mejor que hacer aquí me hubiera quedado para siempre, con su ambiente, con su música, con sus bebidas, con sus visitantes.
Le pido al barman un daiquirí a la Hemingway y no necesito decirle más. Le llaman así porque no le ponen azúcar, ya que el escritor norteamericano no la tomaba por su diabetes. Es una delicia. Me acodo en la barra de madera donde se acodaba Hemingway, en medio de su decoración Regency que estrenara en los años 50. Entiendo porqué era uno de los lugares preferidos del autor de El viejo y el mar. Su estatua en el interior, de todos modos, sigue marcando su presencia.
(En 1953 la Revista “Esquire” lo reconoció como uno de los siete bares más famosos del mundo y en 1992 se le concedió el Premio Best of the Best Five Star Diamond Award de la Academia Norteamericana de Ciencias Gastronómicas como el Rey del Daiquirí y Restaurante especializado en pescados y mariscos más representativo.)
Me tomo otro y otro daiquirí mientras los soneros no dejan bajar la guardia. El bullicio semeja una Torre de Babel. Se escuchan muchos idiomas, que hablados no los entendemos, no así los lenguajes corporales, musicales.
He pasado primero por La Bodeguita del Medio, el restaurante cubano más famoso del mundo, creado en 1942 y donde se ideó el famoso mojito, en el que se disfruta de un buen habano y del sabor de la música (uno de los souvenirs que aquí todavía se venden son aquellas charolas metálicas que en los años 50 regalaban las cerveceras mexicanas en la compra de sus productos y que uno encuentra todavía, como nuevas, en el mercado de Los Sapos, en Puebla).
Aquí compruebo que no hay mejor idioma para entenderse que el de la música. Vemos a unas mujeres jóvenes muy bellas, que por una traductora española nos enteramos que son servias. No nos entendemos al habla pero sí a la hora de bailar el son cubano. El ambiente contagia. Revive hasta a un muerto.
Y sucede casi lo increíble. Le hemos pedido a los soneros que toquen “Cuba que linda es Cuba”, cuya letra es de Carlos Puebla, un verdadero himno cubano. Sólo una ventana de madera con rejas que permiten ver de adentro hacia afuera y viceversa dividen la calle de La Bodeguita.
Cuando apenas comienza la canción y unos cuantos la estamos cantando, como cuando un panal atrae a muchas abejas, quién sabe de dónde salen tantos niños cubanos, que desde la calle, asomados a la ventana, irrumpen y hacen un gran coro y la cantan con fuerza, con alegría, con entusiasmo, que nos sorprende. Así como llegan, de pronto desaparecen.
Oye, tú que dices que tu patria no es tan linda
Oye, tú que dices que lo tuyo no es tan bello
yo te invito a que busques por el mundo,
otro cielo tan azul como tu cielo.
Una luna tan brillante como aquella,
que se infiltra en la dulzura de la caña
Un Fidel que vibra en la montaña.
Un rubí cinco franjas y una estrella
Cuba que linda es cuba
quien la defiende la quiere más
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Veintiséis años después he vuelto al Hotel Nacional. Está remozado. Está lleno. Realmente es un hotel museo. En la parte trasera, en su jardín terraza, las amplias y cómodas butacas de mimbre hacen rememorar los años 30, 40, 50 del siglo pasado. Casi parece uno ver a las mujeres vestidas elegantemente con los atuendos de las grandes estrellas del cine y el espectáculo norteamericano: con vestidos largos, guantes y sombreros.
Por aquí pasaron Jack Dempsey, Tom Mix, Winston Churchill, Errol Flynn, Jorge Negrete, Dolores del Río, Cantinflas, Johnny Weismuller (Tarzán), Tyron Power, Rita Hayworth, María Félix, John Wayne, Mickey Mantle, pero también los famosos mafiosos Charles Lucky Luciano, Santos Traficante (padre) y Mayer Lansky y Amadeo Barletta, quienes coordinaron con Batista los negocios de los casinos de juego.
A diferencia de 1988, la terraza ha sido ampliada y tiene una hermosa zona jardinada paseo de cara al mar donde estuvieron las baterías antiaéreas que esperaban el desembarco norteamericano durante la Guerra de los Misiles.
La zona es un verdadero paraíso. Bajo una sombrilla veo sentada a una familia, dos jóvenes acurrucados que se llenan de caricias mientras disfrutan un “picadero” (unas botanas), beben ron, disfrutan la brisa marina, la tranquilidad de la tarde, otean el horizonte, la mirada perdida en la lejanía mientras, a su lado, escuchan a un grupo de soneros. La pura vida.
No dejo de volver al bar donde se guardan recuerdos y fotos o imágenes de los famosos. Se respira historia, leyenda.
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Antes de que se diera a conocer el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Estados Unidos, Héctor, el guía, ya me había advertido que estaba por darse a conocer al anuncio. Acaso, platicamos con Héctor, a los gringos los ha acicateado la presencia de los chinos en la isla: han construido un muelle y una gran terminal-bodega en el puerto de Mariel, desde donde distribuirán mercancías para el continente, con lo que, de alguna forma, rompen el bloqueo económico. Si se duermen los gringos, los chinos les quitarán este gran mercado en potencia de más de diez millones de habitantes.
Salvo tener sojuzgado a este heroico y ejemplar pueblo, el bloqueo les ha hecho lo que el viento a Juárez. Los cubanos se sienten orgullosos de su independencia. Tienen un gran sentido de pertenencia. Como religión practican la solidaridad internacional con las mejores causas.
Siguen teniendo carencias y necesidades, pero se bastan a sí mismos. No les falta lo elemental. Sorprende por las noches ver que sólo tienen focos estrictamente donde son necesarios, que hay muchas áreas en penumbra porque les cuesta producir energía, pero no necesitan más iluminación nocturna porque hay seguridad, mucha seguridad, de tal forma que uno se puede pasear por donde quiera a cualquier hora sin mayor problema. Es un pueblo alegre, sano, amistoso, que trabaja y se supera. Tienen una de las mejores medicinas del mundo y uno de los más elevados índices de educación. Destacan en el terreno deportivo. Sus cuerpos de inteligencia y seguridad son tan bueno como la CIA y el FBI juntos, o como el Mossad israelí, o acaso mejores, tanto que mantienen a salvaguarda al comandante Fidel.
Los vínculos con México, en especial con Veracruz, desde la Carrera de Indias, entre los siglos XVI y XVIII, se mantienen firmes. Venir a Cuba es sentirse en Veracruz, en casa.
La Unión Nacional de Periodistas de Cuba, a través de Héctor, me ha invitado a regresar. Me han despedido con una caja de puros Cohiba de los auténticos, de los que no dejan sacar más de una caja. Me han dicho que la próxima visita será mejor. Que me estará esperando una sorpresa. Que me va a ir muy bien. No tengo dudas de que preferiría volver aquí antes que ir a los Estados Unidos, a donde he continuado mi viaje. Héctor me animó a que no dejara de escribir mi experiencia. Aquí dejo constancia. Pronto, esta Habana, esta Cuba, habrá desaparecido.