En su conferencia mañanera del 22 de abril pasado, el presidente Andrés Manuel López Obrador habló de los periodistas que lo defienden.
“Nos defienden creo que tres”, reconoció y entre ellos citó a Jorge Zepeda Patterson, quien publica en diversos medios del país y del extranjero.
“Hay un articulista inteligente, incluso no podría decir yo que de izquierda, pero sí buen analista político que se mete más a entender lo que está pasando y lo que somos, uno que escribe en El País, Jorge Zepeda Patterson”·
Cuatro días después, en el portal sin embargo.mx, donde publica periódicamente, el periodista le envió acuse de recibido y le agradeció la mención.
AMLO había fustigado esa mañana a la mayoría de la prensa, como lo hace cada vez más seguido. Acusó que en México “no hay un periodismo profesional e independiente”.
El periodista comentó que bien a bien no sabía si la mención presidencial hacia su persona lo ayudaba a sus tareas de analista, las perjudicaba “o todo lo contrario”.
Pero no perdió su deber profesional ni se dejó llevar por el canto de las sirenas. De todos modos no dejó de señalar que sería mucho más conveniente nunca más tener listas de buenos o malos periodistas, reprochando implícitamente los ataques casi diarios del tabasqueño a la prensa.
Este analista, escritor, economista y sociólogo, con un importante currículum académico y una larga y destacada trayectoria periodística, que confiesa que cree en las banderas del presidente, publicó ayer un artículo en El País en el que refleja su desencanto, dice que no quiere perder la esperanza pero se pregunta si vale la pena seguir apoyándolo.
Él es de quienes mejor lo conoce, pues escribió un largo perfil biográfico para el libro Los Suspirantes 2006, que profundizó y actualizó para las versiones de 2012 y 2018.
Comenta que lo que encontró entonces fue “un ser humano con virtudes y defectos, tozudo e implacable con sus principios y determinaciones, sencillo en sus planteamientos, austero, digno y honesto.”
Y aunque apunta que sigue siendo fiel a su obsesión de beneficiar a los pobres y combatir la corrupción, “al llegar al poder ha dejado de lado al hombre modesto y discreto que parecía ser. O quizá simplemente traicionó al ser humano que habíamos construido en nuestra cabeza.”
Señala que no ha traicionado sus banderas, pero que “en más de un sentido se ha traicionado a sí mismo”.
Escribe que le produjo “una opresión angustiante en el pecho” observar el cambio que se estaba dando en la persona de AMLO, en un acto que protagonizó con niños de primaria plagados de loas a su persona.
Que el luchador social que él aprecia habría tenido un ataque de pudor “ante la burda exaltación del culto a la personalidad y de coraje ante la obvia manipulación de los pupilos por parte de un maestro oportunista”, pero que no, que ahí estaba sonriente y feliz disfrutando claramente el momento.
Para él, la escena era, en el mejor de los casos, una mala copia del Evangelio y, “en el peor de ellos, una pieza propagandística digna del regordete Kim Jong-Un de Corea del Norte”.
Dice que luego vinieron “las desagradables muestras de servilismo” en sus conferencias mañaneras de personajes salidos del “periodismo de aficionados” que le hacían preguntas elogiosas y convenientes a él.
Narra que pensó que tales muestras de “oportunismo y pobreza profesional” serían eliminadas poco a poco por un hombre con una trayectoria marcada por el decoro, pero que para su sorpresa AMLO terminó cargándolos de elogios y presumiéndolos como ejemplos de buen periodismo. Lo considera una fractura “en un hombre cuya inteligencia y sentido de dignidad estaban por encima de eso”.
Recuerda que su discurso de toma de posesión sorprendió a todos por su generosidad, su espíritu conciliador y su ánimo incluyente. “Para desgracia de muchos que votamos por Andrés Manuel y seguimos creyendo en sus banderas, ese discurso inaugural se fue debilitando con los meses. La borrachera del poder quiso otra cosa.”
Le parece, agrega, que algo se descompuso en el momento en que López Obrador creyó posible decir sin rubor una frase como “yo ya no me pertenezco” y comenta que no hay ninguna gloria en haber ganado la presidencia si no va acompañado de la capacidad de provocar un cambio real y no de palabra, como hasta ahora ha sucedido.
Expresa que en nada ayuda cuando se convence de estar investido de una supuesta infalibilidad, trátese de economía, historia, ecología, política, filosofía o humanismo. “La humildad convertida en motivo de presunción”.
Lo que no entiende, sigue diciendo, es que nada asegura nada, y que sus pares en la historia podrían terminar siendo Luis Echeverría y José López Portillo, y no Benito Juárez o Francisco I. Madero, como él cree. “¿De qué depende? De que la inseguridad pública, la pobreza o la corrupción disminuyan drásticamente. Y esas, lejos de haber mejorado en año y medio, están estancadas o van empeorando”.
Apunta que el presidente repite una y otra vez que no nos hemos dado cuenta de que “esto ya cambió”, “pero no es así”. Recuerda los asesinatos diarios para contradecirle, “próximamente el desempleo galopante y los escándalos de corrupción de los que nos vamos enterando”.
Considera un milagro que las élites permitieran su llegada al poder, pero afirma que se necesitará otro milagro para que el presidente “descienda del pedestal en el que él mismo y sus aduladores lo han puesto”. “No quisiera perder la esperanza”, anota.
Remata con los tres párrafos siguientes:
“Pelearse con las mujeres, con la prensa nacional y extranjera, con los ecologistas, con los inversionistas, con la parte de su Gabinete que no es servil e incondicional, con las clases medias, con intelectuales, científicos y artistas y un creciente etcétera, puede haber sido imprescindible para producir un cambio y eliminar privilegios y distorsiones.
Pero temo que muchos de esos desencuentros se originan por otra razón: la soberbia. La simple y llana convicción de creerse que es más sabio que todos los demás, y ufanarse de ello con el aplauso de su caterva de zalameros. ¿Hay posibilidad de retorno?