Allá por 1994, 1995, un 7 de junio, cuando se celebraba entonces en todo el país el Día de la Libertad de Prensa o de Expresión, me tocó que en una comida que con motivo de la fecha ofrecía el Gobierno del Estado me sentaran en la Casa Veracruz a la derecha del gobernador Patricio Chirinos Calero.
Había asistido en representación del semanario Punto y Aparte y de su director Froylán Flores Cancela, amigo de ese gobernante.
Me sorprendió, de pronto, cuando con la mayor discreción se volvió hacia mí y en voz baja me preguntó qué se decía del, en ese tiempo, secretario general de Gobierno, Miguel Ángel Yunes Linares, ya con fama de represor.
Antes de que yo saliera de mi sorpresa por la pregunta a bocajarro, sonrió. Je je, dijo, me dijo. Como acababa de ocurrir un desalojo en el centro de Xalapa, no recuerdo bien si de las hordas de los “400 Pueblos”, o algún grupo parecido, prosiguió con ironía: Y dicen que él es quien gobierna.
Entendí que lo que me quería decir era que el gobernador era él, quien ordenaba aquellas medidas y que Miguel solo las ejecutaba. Es la primera vez que hago pública aquella incidencia. El pecado de Yunes Linares, entendí entonces, era que ejecutaba las órdenes al pie de la letra, pero que se aplicaba al extremo. Ponía tal celo en quedar bien con su jefe que se extralimitaba. Que recuerde, nunca falló, aunque le quedó la fama de represor.
Pero –todavía viven actores de aquellos tiempos, testigos directos por haberlo vivido en carne propia– Miguel Ángel usaba la mano dura, aunque luego de agotar el diálogo, la advertencia. Tenía clase, si cabe el término. Es político, a secas.
Por ejemplo, un día, recién que habían llegado al palacio de gobierno, citó en su despacho a un jefe policíaco que sobrevivía en el cargo luego de haber servido en el gobierno anterior, el de Dante Delgado. No se anduvo por las ramas y, en pocas palabras, le explicó por qué lo había requerido. Mostrándole sobre su escritorio documentos probatorios, preguntándole cuánto era su sueldo mensual, sumándole los años que tenía de servicio, le dijo que no cuadraba lo que tenía en bienes con lo que había ganado como funcionario.
Le dio entonces dos opciones. Le dijo que podía salir por la puerta de la derecha, por la que había entrado, rumbo a su casa (lo estaba cesando en ese momento), o por la izquierda, camino al reclusorio de Pacho Viejo. Una u otra cosa dependía de que firmara documentos en los que devolvía al Estado lo que no podía justificar. Aquel, ya para entonces, abatido hombre, no lo pensó dos veces, firmó y se fue a su casa, pero ya sin su riqueza, como un mortal más, común y corriente.
Debo decir que Xalapa, hasta ese entonces, había sufrido el embate de los vándalos de los “400 Pueblos”, que comandaba en ese entonces César del Ángel, que habían tenido invadida la capital del Estado cometiendo desmán y medio como, por ejemplo, haber ido a defecar, todos, en la puerta de entrada del Diario de Xalapa porque su entonces propietario y director, Rubén Pabello Acosta, había criticado el muladar en que tenían convertida la ciudad.
Cuando Miguel puso orden, los desalojó con lujo de fuerza y le advirtió a Del Ángel que si volvía, que si reincidían, lo haría detener, todo Xalapa, todo, se puso de pie y le aplaudió sin reservas. Le devolvió a los xalapeños su ciudad y a los veracruzanos su capital. Durante todo ese sexenio no vivimos más la invasión de los encuerados. Después, por otros actos en el norte, terminaría encarcelando a César. Miguel, me tocó vivirlo, imponía respeto. Como nunca, se respetaron las instituciones. Pero el uso de la fuerza era la última medida que adoptaba antes de dialogar, de advertir. Y, según yo, no hacía más que cumplir las órdenes del gobernador Chirinos. Quizás algún día Yunes narre su experiencia de aquellos años en algún libro.
A qué viene toda esta historia. A que luego de aquellos años noventa del siglo pasado, hoy, con pesar –en mi caso– por lo que se vive y viven algunos veracruzanos, priva ya en el mundo político de Veracruz y en todo el aparato burocrático administrativo, que incluye jefes, un ambiente de temor, de miedo, al secretario de Gobierno, Eric Patrocinio Cisneros Burgos, al que consideran un represor y que en cualquier momento puede actuar contra alguien sin previa advertencia.
A diario, por mi quehacer periodístico, para nutrir los contenidos de esta columna, tengo comunicación lo mismo con actores políticos, de todas las corrientes, incluidos de Morena, que con trabajadores del Gobierno del Estado, de diversos niveles, con funcionarios o mandos medios, o con ciudadanos representativos. Cada vez son más insistentes las versiones que escucho de que el mismo trabajador o los jefes de estos, o los actores políticos o los críticos u opositores, viven con miedo de sufrir una represalia ordenada por el funcionario.
Lo que advierto es que le tienen miedo, algunos, pavor, pero no respeto, lo que considero grave para la administración del gobernador Cuitláhuac García Jiménez a quien, finalmente, consideran responsable.
Por ejemplo, con la reciente firma del acuerdo por “la democracia”, uno que otro dirigente fue a firmar más por el temor a alguna represalia que convencido de la eficacia de la suscripción del documento, y los que no fueron se prepararon para esperar, y tratar de contener, en cualquier momento, alguna represalia. Con ese temor viven. Los he escuchado, lo han comentado con el columnista.
Grave –eso considero– para el gobierno es que le tengan temor, miedo, y no respeto, porque lo primero provoca resentimientos, que devienen en enemigos, que los quieran desaparecer, deseos de vengarse, mientras que lo segundo, lealtades. Gracias al respeto se entablan relaciones sanas con los otros y con uno mismo, que se viva en armonía, en unidad dentro de la diversidad, y que se practique la tolerancia, pero buscar el respeto a través del miedo tiene consecuencias devastadoras, sobre todo cuando implica sumisión, acatamiento u obediencia. Un día el sometido, el sojuzgado busca liberarse y entonces llega la rebeldía, el caos.
Desde hace ya varios años (sitúo el parteaguas a partir del gobierno de Fidel Herrera Beltrán, por su pleito desde su época juvenil con Miguel Ángel Yunes Linares, que heredaron sus descendientes de sangre o políticos, Javier Duarte y los hijos de Miguel, pero que ahora, también lamentablemente retomaron los cuitlahuistas contra los Yunes de Boca del Río) Veracruz no vive en armonía. Prevalece un estado de división, que le ha causado un incalculable daño al Estado. De división y, para muchos veracruzanos, de temor, de miedo, incluso no sé si de terror.
Haber promovido la severidad de la pena para el delito de “ultrajes a la autoridad” (“ley garrote”, para la historia), que el poder interpreta según su conveniencia, y haberla aplicado violando la misma ley, sin respeto a ningún derecho humano, y saber de las amenazas del segundo funcionario más importante a todo opositor, a los críticos, que no enemigos, mantienen a los veracruzanos en un ambiente de inseguridad, de zozobra, que no abonan, en nada, a la paz social, a la libertad de expresarse, de manifestarse, a la unidad necesaria para que aflore la grandeza de Veracruz.
Si no se corrige, nada bueno le espera al Estado. La división, cada vez más se ahonda. Se quiere gobernar con el garrote en la mano, sin diálogo. El panorama, a futuro, no puede ser más desalentador. Las elecciones del próximo 6 de junio pueden marcar el inicio de la corrección del rumbo, por parte de la ciudadanía. La otra parte le quedaría hacerla al gobernador.