¿Comemos hoy en día mejor que Luis XIV, que Felipe II o que Moctezuma II? Nunca se me había ocurrido pensar en esto hasta que he leído –he disfrutado verdaderamente leyéndolo– un ameno cuanto interesante artículo que Héctor Zagal publicó en la edición del mes de agosto de la revista Letras Libres que dirige Enrique Krauze, que en este número dedica un dossier a la comida y a la cocina.
Casi de entrada, el autor se adelanta a una objeción: la comida de los pobres. Responde de una manera cruda: los pobres siempre han comido mal, aunque apunta que lo escandaloso de nuestra época es, precisamente, que sobran los alimentos y los hambrientos. Pero afirma que un individuo de clase media de un país medianamente desarrollado como México come tan bien, o incluso mejor, que un aristócrata de Versalles en el siglo XVIII. Argumenta.
Dice que la frase común “Hoy comemos peor que antes” es falsa pues actualmente se dispone de más cantidad y variedad de alimentos durante más meses, y que se está viviendo la edad de oro de la gastronomía muy a pesar de los esfuerzos de McDonald’s y de Domino’s Pizza por estragar nuestros gustos y elevar nuestros lípidos.
Recuerda lo que registran los cronistas: que Moctezuma II comía pescado fresco, traído del mar por corredores (se lo llevaban de la costa veracruzana varios relevos, que se supone que iban hechos la mocha pues todavía le llegaba fresco).
Comenta que cuando el barco y el tren –emblemas de la revolución industrial– facilitaron la transportación de los alimentos, entonces pudieron convergir en la misma mesa alimentos que nunca antes habían convivido entre sí, y que los aviones hoy día permiten, para quien tiene recursos, cenar merluza fresca del Cantábrico, kiwi de Nueva Zelanda, camarones de Baja California y vino chileno, lo que ni Carlos V ni Luis XIV pudieron disfrutar, de una mesa tan exótica.
Señala que, paradójicamente, los transportes eficaces han trivializado el exotismo y que visitar el supermercado es dar la vuelta al mundo en treinta minutos, pues encuentra uno artículos de los más diversos países, lo cual es cierto, pero es algo en lo que uno nunca se pone a pensar cuando va por el mandado o la despensa.
(En mi experiencia semanal y en ámbito más cercano, pero igualmente rico por su variedad, visitar los jueves el tianguis del mercado San José –ahí hago mercado– es dar la vuelta a toda la región, por muchas partes del estado y de otros estados, pues me encuentro desde los tlacoyos de frijol y de chicharrón de Otilpan o de San Andrés Tlalnelhuayocan hasta las ciruelas chiapanecas o las de aquí cerca de Tlacolulan pasando por las papayas de Paso de Ovejas, los cocos de Costa Esmeralda, las guanábanas de Actopan, las gorditas de Xalapa, los mangos de Chacaltianguis, las manzanas y las peras de Chiconquiaco-Atzalan, las naranjas de Tlapacoyan o Martínez de la Torre, los quesos de La Joya o de Emilio Carranza, la longaniza de Alto Lucero, los nopales y la papa de Perote, las piñas de Isla y Playa Vicente, el pescado de Alvarado o de Tabasco, etcétera).
En su artículo que titula: “Historia heterodoxa de la gastronomía occidental”, Zagal comenta algo que por lo menos yo ignoraba: que John Montagu, IV Conde de Sandwich (un pueblo inglés), empedernido jugador de naipes, inventó el emparedado en el siglo XVIII (en Wikipedia se dice que en 1762 estuvo veinticuatro horas ante una mesa de juego. Para calmar el hambre, pidió un poco de carne entre dos rebanadas de pan y ahí lo inventó). Con el sándwich en una mano, podía sostener las cartas con la otra.
Pero no se puede hablar de gastronomía sin aludir a los chefs. Comenta Héctor Zagal que el talante del cocinero no ha quedado al margen del proceso de sofisticación de la comida, y que los chefs contemporáneos ya no son sirvientes a quienes se les manda, sino genios a quienes se les solicita una entrevista.
Pero dejo ese artículo para pasar a otro igualmente interesante, ameno e informativo, con la prosa envolvente que tiene Juan Villoro, cuyo artículo titula “Metafísica para glotones”. Casi de entrada, el culto e inteligente escritor mexicano afirma que la gastronomía representa el triunfo del placer sobre la necesidad. Quién lo duda.
Villoro narra cómo logró casi lo imposible –y eso le sirve de pretexto para desarrollar el tema–: lograr sentarse en diciembre del año pasado a comer en el mejor restaurante del mundo (por cierto, junto con nuestro querido y admirado maestro Sergio Pitol), El Bulli, de Ferran Adrià, en Girona, al norte de España, cerca de la frontera con Francia.
Comenta que la proeza consiste en conseguir reservación: “Las solicitudes para visitar el santuario de la ‘cocina molecular’ (término que Adrià detesta pero ya es inseparable de su reputación) son de dos millones al año, demanda difícil de satisfacer en un local con 15 mesas que sólo abre durante seis meses” (ahora está cerrado y lo volverán a abrir en2014). Pero además, en El Bulli cada mesa tiene un menú distinto, planeado conforme a las características del cliente, menú que tiene un costo promedio de 250 euros, más de tres mil pesos, por persona, más bebidas.
Da un dato sorprendente: de 1984 a 2011, Adrià creó suficientes recetas para satisfacer la mesa de Moctezuma, un snob imperial que no repetía platillos (al respecto yo remitiría al siempre interesante libro de don Alfonso Reyes, El mexicano universal, Visión de Anáhuac).
En fin, creo que Héctor Zagal tiene toda la razón: comemos mejor que cualquier de esos ilustres personajes del pasado, pero lo hacemos no sólo seguido sino todos los días, tanto que ya ni reparamos en ello; nos pasa como con el aire, que no reparamos en su vital importancia porque lo respiramos todos los días, segundo a segundo.
Concluyo con una anécdota que me tocó vivir: Ángel Leodegario “Yayo” Gutiérrez era presidente del PRI estatal y una tarde pidieron audiencia con él campesinos de Actopan. El motivo que los llevaba era para pedirle su intervención ante el gobernador Agustín Acosta Lagunes ya que, le dijeron, comían muy mal. Yayo les preguntó porqué. Le respondieron que porque sólo pescaban a diario robalos y langostinos. Cuando se retiraron, Yayo no lo creía.
Por lo pronto, tan pronto concluya un curso que hago ahora de computación y decida dejar el taller de baile, de salsa, entraré a estudiar a una escuela de gastronomía en Xalapa. Voy a ser chef, sin duda alguna, aunque el mejor restaurante del mundo sea para mí sólo mi propia casa.