Sería el agradabilísimo clima que vivimos ayer en Xalapa –ligero aire consecuencia del primer norte de la temporada, fresco sin hacer frío, la mayor parte del día nublado, por minutos ligero sol, tibio, cálido–, pero asomó en mí la evocación de los días aquellos de un Xalapa con mucho chipi chipi, con neblina, con frío, sin tantos vehículos en las calles, sin temor a ningún tipo de violencia, cuando no se pensaba que íbamos a padecer escasez de agua por temporadas.
En fin, un día para disfrutar una buena taza de café, de calidad como el que nos ofrecen tantas cafeterías por diferentes rumbos de la ciudad y que, guardada toda proporción, no nos hacen envidiar para nada a los habitantes de Barcelona aunque, eso sí, acá no tenemos las magdalenas pero sí canillas y otros panes sabrosos.
Pero, por momentos, me pareció retroceder en el tiempo y ubicarme en los años felices del priismo arrasante, del presidencialismo omnipresente y omnipotente, del México prácticamente de partido único, de los tiempos que muchos –los beneficiados, claro está– consideran “los mejores tiempos” y esto no fue a causa del clima sino por la forma en que se recibió al inminente nuevo presidente de México, Enrique Peña Nieto; parecía que estaba viendo una recepción de Echeverría, de López Portillo, de Salinas de Gortari; una recepción del priismo en todo su esplendor.
Y es que en las calles por donde pasó y por donde salió Peña Nieto, a su llegada y a su partida, alguien –se supondría que el Ayuntamiento, lo que no es creíble porque no tiene recursos– mandó a colocar pendones muy llamativos, con fondo blanco y letras negras, grabados los escudos de Xalapa y de Toluca, con la leyenda: “Toluca/Xalapa ciudades hermanas. Compromiso por la prosperidad”, esta última frase igualita, exactamente la misma que dijo en su discurso el gobernador Javier Duarte de Ochoa durante la ceremonia oficial.
Pero, como en “los mejores tiempos”, desde muy temprano colocaron a agentes de tránsito (ya no son “tamarindos”, ya no visten de café sino tipo meseros, pantalón negro y camisa blanca, algunos con su chalequito preventivo color naranja) a lo largo de la avenida Murillo Vidal por donde entraría el inminente rumbo a Palacio de Gobierno, en especial para agilizar el tránsito vehicular con el fin de que no se fuera a llevar una mala impresión el preciso, para detener la circulación a la hora que fuera a pasar, para que se cuadraran tan pronto tuvieran a la vista al copete más famoso de México, como ocurrió.
Los mismos agentes de tránsito, los sobrevivientes de aquellos tiempos gloriosos del priismo han de haber estado felices de revivir aquellos años, júrelo usted. Ya nada más faltó la viejecita de utilería, como en aquellos tiempos cuando siempre la tenían lista los agentes de seguridad para la foto, que se hubiera acercado a la casi primera camioneta del país para entregarle un ramo de flores.
Hubo un momento, observando todo, en que también se me trastocaron los tiempos y por algunos segundos –no recuerdo si fueron pocos o muchos– pensé que al paso iban a empezar a llover toneladas de confeti, de papel picado tricolor, que iban a aparecer las grandes siglas del SETSE pintadas en madera coloreada de verde y sostenidas por altos palos para que se sobresalieran enviadas siempre por la maestra Acela Servín Murrieta, que la algarabía iba a estallar y que la agitación de los “mechudos” tricolores iba a llenar el día de un ambiente festivo; que el estruendoso silbato de los ferrocarrileros constituido por cornetas a base de gas iba a empezar a ensordecernos y a alborotar los tambores de los vendedores de billetes de lotería.
Vamos, hasta me pareció, de pronto, que veía aparecer a Gonzalo Morgado, a Fidel Herrera, a Miguel Ángel Yunes, a Dante Delgado Rannauro con sus libritos del Injuve bajo el brazo, a Juan Herrera Marín, a Miguel Sosa, a los famosísimos “Cachuchos” del puerto de Veracruz, a los también famosísimos “Chiquilines”, al no menos famoso “Fabiancito”, a otro inmejorable como Galeana, a un imprescindible como Miguel Everardo Serna y a tantos y tantos porros y golpeadores que sembraron el terror entonces, hoy convertidos en honorables ciudadanos, tomados del brazo, haciendo un frente común para recibir al tlatoani, al dueño y señor de las esperanzas.
En esos segundos me vi, de pronto, reportero, con mi libretita y mi lapicero en mano porque entonces no se conocían las grabadoras, registrando todo, observando todo, siguiendo a la turbamulta tricolor y conmigo apretando el paso mis compañeros reporteros Luis Velázquez Rivera, José “Pepe” Murillo, María Elena Fisher, Raúl González Rivera, Orlando García Ortiz, Lupita López Espinosa, Manuel Rosette Chávez, Anaximandro Sánchez, Gregorio “Goyo” Navarrete, a don Leoncito Barradas.
Ya vuelto a la realidad, vi, sin embargo, que la vida seguía; que los xalapeños a ras de tierra –Armando Méndez de la Luz dixit– hacían su vida cotidiana, que los embotellamientos estaban a plenitud; que los pendones se concretaban a sólo algunas calles, que se limitaban a unos cuantos seguramente sólo para apantallar al mexiquense próximo señor tricolor de horca y cuchillo.
Ya más tarde, sin embargo, la evocación de aquellos viejos tiempos, de “los mejores tiempos”, volvió cuando vi alrededor de la Casa de Gobierno, donde se celebró la comida privada, cuadrillas de trabajadores del Ayuntamiento limpia que limpia aunque ya no hubiera nada que limpiar, puliendo casi las piedras de las calles adyacentes, podando los jardincitos de los arriates aunque ya hubieran sido podados, recogiendo, cachando casi al aire cualquier hojita que el viento desprendiera de los árboles, intentando detener el viento mismo para que no fuera a despeinar al ilustre copete visitante.
¡Ay, qué tiempos, señor don Simón!, como dijera el título de aquella inolvidable película de Julio Bracho con don Joaquín Pardavé.
Y pensar, y pensar que todo eso puede volverse realidad de nuevo en unos cuantos meses; que es posible que todo vuelva a ocurrir, tan posible como que ayer, aunque en pequeño, ya tuvimos una muestra. ¿Habrá que prepararse de nuevo para la apoteosis? Bien dice la Biblia, el Eclesiastés, que no hay nada nuevo bajo el sol, ¡y menos en política!