Este fin de semana tuvimos la oportunidad de salir de Xalapa para despejarnos tantito al puerto de Veracruz. Debo confesar que por mucho tiempo odié ese lugar por una musa que se fue a vivir allá, pero desde el concierto de los Doors creo que tengo una vía de conciliación.
Es increíble observar cómo el puerto, al pasar de los años, no pierde su esencia dicharachera… desmadrosa. Desde que llega uno a la terminal de camiones, escuchas y sonríes con la manera particular de llamarse entre sí mismos: bajas del ADO y es “loco” aquí, “loco” allá; llegas a donde los taxistas y nuevamente “Oye, loco…”.
Desde ahí te das cuenta que pese a la crisis, la gente llega a chorros y se forma en la fila para adquirir el boleto de regreso de una vez; de igual manera ahí andan los chafiretes gritando en voz baja su propia ruta foránea: “Colectivo, colectivo… Poza Rica, Martínez, Xalapa”. Uno se interesa y se acerca con una complicidad infantil al voceador:
- ¿Cuánto a Martínez?
- No, pos… ¿cuánto ofreces?
- No, pos… ¿cuánto pides?
- Naaaaa, el chiste es que tu me digas cuánto puedes… ¿200?
- 170
- Noooo, loco, todavía 190.
Y hasta ahí me quedé con la discusión porque había que acercarse a la ventanilla, a una señorita de esas que uno se enamora al momento. Cabellos negros, blanca, atendiendo en el área del GL y el Platino. Me dice “Corazón” y yo agonizo. Es un romance fugaz: muere en el instante que le digo “Muy amable señorita”… Adiós por siempre, amor.
Las filas son largas. Increíblemente es más larga la de primera clase. Pese al injusto incremento al pasaje, la gente parece no rendirse y prefiere sacrificar un poco más para comodidad de la familia.
Veracruz también se comporta como es: una ciudad de brazos abierta; los vendedores, los de los restaurantes, los acomodadores, todos de alguna manera forman parte de nuevos servicios informales de turismo.
Estoy seguro que muchos bajaron de Xalapa a Veracruz. La navidad estuvo en serio que fría, lluviosa. Fueron días para entamalarse con la cobija y hacerse bola con las sábanas. Café, té, caldo de pollo y cigarros era la dieta. Chocolate también.
El acuario está como hormiguero cuya familia busca cambiar de casa. Hay gente por todos lados, y para entrar a ver a los pececitos es toda una odisea. La cola llega hasta la banqueta del malecón, pero si compras todo el paquete (acuario, museo de cera y el de Ripley) no haces fila… ¡Chido!
En el museo de cera llama algo poderosamente la atención: no es la manera tan cachonda en que María Rojo está recargada en un pilar de lo que se supone es una esquina de la película “Danzón”; son los personajes de la entrada.
Se supone que son los más importantes, quizás representativos, e incluso recientes. Ahí se ven las estatuas de Fidel Herrera, de Calderón, mi tío Carlos Slim, de Yuri, Lorena Ochoa, Cuauhtémoc Blanco y Barack Obama. Los visitantes no desaprovechan para sacar las cámaras y los celulares para tomarse la del recuerdo.
Con Fidel, pues como que lo vemos hasta en la sopa, así que pues la raza no lo pela mucho. Igual con Lorena Ochoa, digna representante mexicana, pero de un deporte elitista y lejos de lo popular. A mi tío Carlos --bola de mexinacos ingratos-- tampoco le buscan el ángulo.
De los más fotografiados en esta sala fantasiosa es Cuauhtémoc, con su clásica pose hincada y los brazos apuntando como flechas. Está vestido de Tiburón, y en el puerto ahorita es algo así como Dios en la tierra: así nomas de ese tantito. La gente se agacha y se coloca igual que el ídolo.
Quedan los presidentes. Calderón, en una de sus etapas más impopulares de su mandato (futa, ¿todavía hay más?) tiene una efigie que poco se parece a su parte humana. Tiene los brazos extendidos hacia arriba, como esas poses populistas muy de Echeverría… y López Obrador.
Está en medio de la sala, a un lado de Fidel. Se supone que es para que la gente llegue y lo admire, pero la indiferencia lo viste.
A su lado, allá al fondo de la perspectiva de la sala, está Obama; increíblemente parecido al mandatario estadounidense. Un color quizás más prieto que renegrido; más de cobre que de petróleo, pero con más personalidad que su homólogo mexicano.
Aunque es de mentiritas, los visitantes se acercan curiosos a ver al presidente de los Estados Unidos y no dejan de tomarse la foto con él muchas más veces que Calderón (y eso que no hay Servicio Secreto de cera para impedirlo). Pocos se toman la del recuerdo con el originario de Michoacán.
Tal vez no signifique nada y sólo sea la observación de un visitante más, pero en estos sacrificios para salir de vacaciones aunque sea de fin de semana, muchos lo último que harían en medio de la crisis sería irse a tomar una foto con Calderón, aunque sea de mentiritas.
Y aunque no haya Estado Mayor Presidencial de cera que lo aleje aún más.